1953, tiempos en que era presidente de la República don Adolfo Ruiz Cortines y en los cuales prácticamente se abrió frontera entre México y Estados Unidos para que los mexicanos viajaran de turistas o buscando empleo en el país del Norte. Eran mínimas las restricciones, tan pocas que los oficiales migratorios casi no ponían atención a los documentos que mostraban los viajeros. Por razones extremas fue firmado un convenio bilateral entre los dos países el cual establecía, entre otras ventajas a favor de México, cierta laxitud en los requisitos de las Oficinas de Migración estadounidenses sobre la acreditación de los viajeros. Bastaba, por ejemplo, una credencial con fotografía emitida por alguna dependencia oficial del Gobierno Federal o de los estados. Una felicidad, si la comparamos con los feos modos que hoy están en uso para el mismo fin. Pero sucedió que algún acucioso burócrata estadounidense, percatado del excesivo número de individuos que cruzaban la frontera, acabó por preguntar: “Boeno, why the mexican goverment have so many employes? Their offices must be very espacious “.
Los dos países determinaron entonces una mayor vigilancia en la expedición de credenciales, pues en las dependencias mexicanas se había actuado con exagerada holgura ante las peticiones de influyentes, familiares o amigos que carecían de pasaporte y visa oficiales pero, no obstante, lograr entrar a la tierra del tío Samuel y puede que aún están allí.
Otros beneficiarios de estas laxas formalidades migratorias entre México y Estados Unidos fueron los trabajadores del campo, convocados a los campos agrícolas de aquel país. Nuestros vecinos mantenían ocupados a sus hombres en las consecutivas guerras de Vietnam y Corea, y como la planta industrial estadounidense era prioritaria en el aprovechamiento de la mano de obra disponible, los agricultores se desesperaban ante la falta de fuerza laboral que ayudara a recoger a preparar la tierra, aplicar los riesgos y recoger las cosechas.
Estaba en pañales la tecnificación del campo, en tanto que las cosechadoras mecánicas apenas empezaban a producirse y a probar su eficacia. Por esto urgía la presencia de los “morenitos” en las zonas agrícolas y Ruiz Cortines y Eisenhower decidieron firmar el susodicho convenio migratorio que funcionó muy bien.
La eficiencia administrativa del Gobierno mexicano era de cero respecto a la de hoy. El Registro Civil estaba desorganizado y una pesquisa en sus enormes libros requería una inversión considerable de tiempo. Entonces se solicitó a las presidencias municipales expedir una carta de identificación para cada interesado, con su fotografía sellada y firmada por la autoridad municipal. Estas se popularizaron como “cartas de bracero” y eran expedida en las secretarías de los Ayuntamientos de cada municipio. Si bien los trabajadores migrantes sabían que allí les esperaba un duro quehacer, igual conocían que iban a ser m s o menos bien recompensados, por lo que las famosas cartas resultaron peleadísimas.
El Partido Revolucionario Institucional vivía su apogeo político, pero ‚este acuerdo provocó una amenaza de indisciplina en las municipalidades más pobres, ya que no había nadie que quisiera ser candidato a Presidente Municipal; lo que todos ambicionaban era una “carta de bracero” para probar fortuna allende el Río Bravo. En Coahuila recaló la crisis en las muy modestas poblaciones de la región Centro; también en las del Norte y sobre todo en las pequeñas municipalidades del bordo del Río Bravo, de la región carbonífera y de los poblados del desierto.
Los alcaldes que iban a terminar funciones pidieron audiencia al Gobernador, pero no solicitaron dinero para obras públicas, solamente algunas resmas de papel con membrete municipal impreso, que contenían un formato con la redacción de las cartas de braceros, para luego llenarlo con los datos de cada aspirante. A las presidencias municipales la expedición de este documento les representaría un ingreso por concepto de pago de derechos para cada Tesorería, y -Quién dijo no- hubo una extrita para los señores secretarios de los cabildos que se encargaron de requisitarlas.
En un municipio ubicado entre Guerrero, Coahuila y Nuevo Laredo Tamaulipas, se presentó una situación política difícil: el candidato escogido por el PRI se había negado terminantemente a aceptar el encarguito. “Mire usted -dijo al gobernador como explicación- no quiero ser Alcalde. Gano más de bracero”. El Gobernador pareció aceptar, pero mañosamente le pidió rendir protesta aunque renunciara al día siguiente. Eso daría tiempo al Gobernante para pensar en quien sería el suplente. “A ver si le puedo ayudar con eso” dijo el renuente candidato antes de despedirse.
Los rancheros son suspicaces y este no se tragó el curricán del suplente. Retornó a su tierra y se puso a buscar quién lo sustituyera como candidato. Nadie quiso, todos querían la carta de bracero. Se efectuaron las elecciones sin oposición política y, ni modo, ganó el designado por el PRI. Un después del año nuevo había rendido protesta como Alcalde. Hubo bochinche por la noche y en la mañana se presentaron las primeras comisiones a buscar al Alcalde. El vigilante del palacio municipal dijo que no había llegado. Luego arribó su secretaria y abrió la oficina. El alcalde no estaba, aunque sí el primer regidor, solo que amordazado y amarrado a la silla presidencial. Se hizo el escándalo, llegó el comandante de policía e interrogó al edil: “¿Pos que pasó Rodulfo? ¿Dónde está el señor Presidente?”
Rodulfo contestó: “A estas horas ya ha de andar cerca de California, en las hortalizas. Nomás me dijo “De menso me quedo” luego me amarró, me noqueó y se fue de bracero. Aquí le dejó una copia de la carta que firmó para él, y otra no se para quién. Cuando el comandante la vio se rascó la cabeza y dijo -¿Pos qué no se llama así —mostró el documento— el señor gobernador? El papel tenía una nota anexa, fijada con un alfiler: “Señor gobernador: ahí le dejo esta carta a su nombre, solo por si tiene un apuro. Nos miramos en la remolacha”.