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Nostalgia por Dios/Diálogo

Yamil Darwich

Mañana festejaremos otro aniversario de la Navidad, ritual cristiano que recuerda el nacimiento de Jesús, el Dios hombre, personaje de inspiración, profeta del amor, líder político religioso que vino a cambiar al mundo y que es, sin duda, el protagonista del relato más fascinante de la historia de los seres humanos.

Con el paso de los siglos, su presencia ha originado múltiples versiones de la misma leyenda, haciéndose tema de discusión los eventos y acontecimientos que le rodearon; su nacimiento, fechas y lugares, la adoración por los humildes pastores y los sabios de Oriente, ahora conocidos como reyes magos, hasta un fenómeno celeste que se presentó en ese período y que para algunos fue una estrella Nova, para otros un cometa, para algunos más el planeta Venus y para los creyentes cristianos la estrella de Belén.

En lo que todos estamos de acuerdo es en el enorme simbolismo que representa para la raza humana, que ha sido transmitido de generación en generación, con diversos actos rituales, festejos, tradiciones y costumbres; en una frase constituida con sólo dos palabras que definen el hecho contundentemente: Paz y Amor.

Cuentan los historiadores que ya para el siglo I de nuestra era, los llamados cristianos primitivos se habían fraccionado en setenta grupos diferentes, con el mismo principio teológico pero con distintas interpretaciones de la enseñanza. Este simple hecho pone en evidencia la fuerza del mensaje y hasta la pasión con que se trataba de aplicar.

En los primeros dos siglos, después de Cristo, los cristianos sólo conmemoraban la Pascua de Resurrección por considerarla el momento culminante de la venida de Jesús a la Tierra; pasaban por alto la fecha de su nacimiento, por considerarla poco trascendente; de hecho, en las enseñanzas religiosas no se incluía a fondo, acaso como un punto de arranque de la historia.

En tiempos del Papa Fabián (236 a 250 d.C.) la Iglesia Cristiana decidió terminar con la discusión sobre la fecha del nacimiento; para entonces se proponían el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, 15 y 20 de abril y algunos la fijaban en el 20 o 25 de mayo. Los armenios decidieron ubicarla el 6 de enero y los egipcios, etíopes y griegos el 8 de enero. Ese mar de confusión y opiniones acabó durante el Concilio de Nicea (325), cuando se definió que el día para fijar el nacimiento de Jesús era el 25 de diciembre, de paso se combatían las tradiciones paganas romanas del “nacimiento del sol invicto”, coincidente con el solsticio de invierno.

Si el mes y día tuvieron corrientes de opinión, lo mismo sucedió con el año: Lucas en distintos escritos apócrifos lo ubica en el año 6 o 7, por una parte, o en el 4 antes de Cristo en otro texto; Mateo lo fijó en “los días del rey Herodes”, que al parecer murió mucho antes.

Existe un texto de los llamados apócrifos de otro Mateo distinto al apóstol, que afirma que el parto se presentó en una de las muchas cuevas que existen en Belén, Palestina y las descripciones del lugar varían, aunque en general se incluye a un asno y un buey. Otro texto, “el evangelio de María”, habla de una vaca que debió ser mandada a la intemperie para dejar espacio a la madre parturienta, que al ser descubierta por el dueño e intentar meterla, ésta se negó a entrar a la cueva, aún después de haber recibido una paliza de manos del propietario, dando a entender la fuerza de la presencia divina del bebé ahí nacido, tan grande y portentoso que hasta los animales le reconocían. Por cierto, en el citado texto, sugieren que el dueño del lugar no había autorizado la entrada a los esposos, lo que los convertiría en algo así como los primeros “paracaidistas”, invasores de terrenos, antecesores de los nuestros.

De cualquier forma, éstos son los orígenes del “nacimiento”, representación popular, con las incrustaciones culturales mexicanas que se le han agregado con el tiempo, como son los asnos, pesebres de madera, aves diversas, flora y fauna latinoamericana como magueyes y sus infaltables agua-mieleros; hasta demonios con cuernos y cola. Cosa aparte y muy nuestras son las representaciones teatrales conocidas como “pastorelas”, que fueron introducidas por los primeros misioneros, tratando de facilitar la evangelización de los indígenas.

Mateo escribe que la estrella precedía a los reyes magos; Orígenes (185-253) la declaró cometa. Los más simplistas afirman que era Venus, que brillaba especialmente por su cercanía con la Tierra y por la limpieza de los cielos del Oriente Medio; otros afirman que se trató del Cometa Halley; para Kepler se debió a la conjunción de Júpiter y Saturno, que al verse unidos suman su luminosidad. Este fenómeno se repetirá en el año 2198, tal vez entonces se pueda acabar con esa nimia discusión.

Los visitantes de ricos vestuarios no quedan fuera del debate. De inicio, algunas fuentes dicen que no existe evidencia de que eran tres, tal vez más, pensando en la necesidad de viajar con cortejos que les acompañaran atendiendo sus necesidades, conforme a su dignidad y posición económica. En las iglesias siria y armenia se defendió la docena de magos, puesto que representaban a los doce apóstoles y a cada una de las tribus de Israel. Para la iglesia copta (de Egipto) eran sesenta. En el primer cuarto del siglo III, el citado Orígenes afirmó que los magos habían sido sólo tres, los que cita Mateo (apócrifo).

Quinto Tertuliano (d.C. 160-220), fue el primero en denominarlos reyes y sus nombres no aparecieron sino hasta el siglo VI. Los representaron en un mosaico bizantino del 520, localizado en Ravena, Italia, con una leyenda que los nombra: Baltasar de 30 a 40 años, con barba oscura, que lleva en sus manos un recipiente de mirra, símbolo del futuro sacrificio de la cruz; Melchor, de 20 a 25 años, sin barba, portando una bandeja para incienso, tradicionalmente usado para adorar a los dioses y Gaspar, que presenta una canasta con oro, símbolo de poder y realeza. De cualquier forma sus imágenes y edades han sido representadas al gusto de cada artista, según el tiempo, conforme a las tradiciones de las culturas; ni qué escribir de nuestras exquisitas representaciones populares mexicanas.

También sobre los nombres hay discusión: Para los griegos eran Apellicon, Amerim y Serakin; para los sirios Kagpha, Badalilma y Badadakharida y para los etíopes Ator, Sater y Paratoras. Más adelante se cambiarán los rasgos de sus caras, el color de sus pieles y sus vestimentas, siempre tratando de incluir, en lo posible, a las etnias conocidas en esos tiempos, dejando fuera a las chinas, por ejemplo.

Lo que no cambia y es trascendente, es el mensaje que nos entrega el nacimiento de Jesús, que incluye conceptos como la fuerza social y religiosa de la familia, que ha permanecido como el icono conocido como “Sagrada Familia”, aunque en muchos de las representaciones Jesús sea un niño ya mayor; el valor real que en el contexto de la calidad de vida tiene el dinero y las posesiones, que el mismo Dios hijo no consideró necesario para el momento en que decidió venir al mundo y hasta la aceptación de la pobreza; además de otros más, como la unión que propició desde el primer momento, entre todos los hombres que se arrimaron a adorarlo, fueran pastores o citadinos, pobres, ricos y hasta reyes, todos en torno al símbolo regalado que representa al bien común del amor verdadero.

Este es un buen día para reflexionar sobre el tema, por lo que le propongo el Diálogo navideño, que sirva para festejar la verdadera esencia de la natalidad, más allá del festejo con sobradas viandas y vinos abundantes, que está muy por encima de la usanza y costumbre de dar y recibir regalos materiales; para que nos inspire a impulsar, lo más que podamos, esa “Nostalgia por Dios” que tanto nos hace falta. Le deseo una feliz Navidad, con el verdadero significado; como siempre, le pido que haga el mejor regalo a sus seres queridos, el que nos dejaron como ejemplo hace dos mil años.

ydarwich@ual.mx

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