Hace un par de semanas, nuestra hija presentó su examen profesional para graduarse como Licenciado en Diseño Industrial, después de haber estado revoloteando con la idea por algunos meses, una vez que terminó por completo sus estudios en mayo de 2003. Naturalmente, tanto mi esposa como yo nos sentimos sumamente satisfechos y orgullosos de ella, de los resultados de sus estudios y más aún cuando la vimos actuar con tanto aplomo y seguridad en el momento de presentar su proyecto de tesis, así como de sus respuestas a las preguntas y comentarios de los sinodales.
Fue una sorpresa y un descubrimiento muy importante e impactante, el tener frente a nosotros a una adulto completamente en posesión de sí misma y de sus capacidades. En la teoría nos hemos dado cuenta y sabemos que se ha desarrollado como un adulto, pero dentro de nosotros, en lo emocional esta experiencia representa una especie de nuevo encuentro o enfrentamiento con ella y con nosotros mismos como hija y como padres. Los roles y los espacios del presente se entretejieron con las imágenes y las memorias del pasado, que no son tan fáciles de disociar del todo, para reproducir y reflejar nuevas imágenes que se añadieron a las anteriores para darles tonalidades y significados frescos a la siempre compleja experiencia de ser padres y de ser hijos.
Experiencias como éstas son las que te sobresaltan y te conducen a nuevas dimensiones en esas espirales que siguen girando a través de los años, en círculos semejantes, pero bajo nuevas perspectivas. La diferencia radica en la forma en que medimos los tiempos por medio de numeraciones rígidas e inexorables. El ayer y los ayeres que han ido ascendiendo hasta aterrizar en la contemporaneidad del hoy, para buscar elevarse imprecisos todavía; impredecibles e imaginativos en los mañanas de un futuro que esperamos podamos alcanzar. El futuro como una línea que da continuidad a aquellos episodios y procesos que pertenecen al pasado y que deseamos eslabonar para lograr un cierto sentido, como las partes de un todo, de acuerdo a las nuevas experiencias que enfrentamos y a las decisiones que tomamos.
Han pasado los años, uno, dos, varios, muchos... y los hijos crecen y maduran, siguen su desarrollo para convertirse en las personas que son y serán ellos mismos, con sus propias capacidades y limitaciones, éxitos y fracasos, virtudes y errores, separados idealmente de los padres, para seguir adelante en los caminos que escojan, no necesariamente trazados o impuestos por nosotros. Ellos se convierten en los dinámicos testigos del paso de los años, los marcadores a quienes originalmente hemos tratado de cuidar, educar y orientar como padres, pero quienes a la vez nos han servido como los orientadores y guías de nuestros roles, funciones y proceso de desarrollo como adultos.
Se trata de ese vaivén educativo mutuo, en donde el aprendizaje se inclina constantemente en uno y otro sentido, hacia ellos o hacia nosotros, de acuerdo a las circunstancias, a las experiencias y a las diversas etapas por las que hemos ido y seguiremos atravesando a lo largo de la vida como familia, en esa tan delicada e importantísima relación que se da entre los padres y los hijos. Una relación que se inicia en nuestras mentes y en nuestras conductas y actitudes desde que la aprendemos como hijos-niños, para luego prolongarse a lo largo de nuestra existencia, para continuarse una vez que se echa a andar la unión como pareja en el proceso de creación y crianza de los hijos, y así interminablemente como una de las líneas significativas de la vida.
La marcha del tiempo se refleja constantemente en todos los espacios y rincones que forman nuestra existencia... y todavía tenemos el valor, la compulsión, la sensatez o insensatez, la sensibilidad o la manía de medirlo detallada y rigurosamente. Los números, las tablas, las fechas, las ecuaciones, los ciclos, los principios y los finales rigen nuestras vidas; nos controlan y manipulan, nos ordenan y estructuran en límites y confines. Decimos que nos dan sentido y disciplina conforme los contamos, los expurgamos, obsesionamos con ellos o los desdeñamos desde la carátula de los relojes, hasta las despedazadas hojas de un calendario.
Sea como fuere, el tiempo está con nosotros tenazmente, nos lava por fuera y asimismo nos invade y radica en nuestros interiores. Es parte de lo cotidiano, aún inclusive en los períodos de asueto y vacaciones en que buscamos olvidarnos de él, a pesar de que sabemos que existe un principio y llegará un final. Naturalmente y por lo mismo, el tiempo es también parte de nuestra salud mental, ya que influye en ella de acuerdo a lo elástico o rígido que nos parezca, al estilo en que lo medimos o a la forma en que lo usamos para apoyarnos o abrumarnos en los diversos momentos de nuestra existencia. Así influye también en las buenas o en las malas, en la duración de nuestros infortunios que siempre sentimos que se prolongan demasiado, o en el corto lapso de nuestras alegrías, demasiado corto aún y tan fugaz como concepto. Y así sucede con todas nuestras emociones.
Este mes de marzo que ha terminado, ?Nuestra Salud Mental? como columna periodística y como vehículo de información y difusión de un tema tan básico, aunque para muchos todavía desconocido, como es el de la salud mental de cada uno de nosotros, cumple diez años de estar presente en el hospitalario espacio de El Siglo de Torreón. La vida sigue su curso, los hijos crecen y se van formando, los padres seguimos un camino semejante y ?Nuestra Salud Mental? transita paralelamente con el tiempo. Diez años pueden parecer demasiado, pero también muy pocos como espacio de tiempo; pueden ser inexorablemente prolongados o diabólicamente cortos... pero a final de cuentas, la vida sigue, y todo depende del cristal con que se mire o del estilo del reloj o del calendario con el que se mida...
