(Vigésima Sexta Parte)
¿Hasta qué grado podemos confiar el cuidado de nuestros hijos a otras personas, extraños o familiares especialmente cuando los niños o niñas se encuentran en una edad más temprana y vulnerable? ¿Pero aún en edades posteriores, qué tan confiables pueden ser sus guardianes o los encargados de velar por ellos, no sólo dentro del hogar con parientes o personas a nuestro servicio, sino también en instituciones del tipo de guarderías, escuelas, hospitales, internados o cualquier sitio en el que especialistas teóricamente cuidan de la educación, el bienestar o la salud de niños o niñas y hasta de adolescentes?
Estos cuestionamientos que hasta hace mucho tiempo, quizás no se les daba tanta importancia, la cobran en el presente por varias razones: en primer lugar, por el descubrimiento del trastorno denominado de estrés postraumático y sus secuelas, al que se ha enfocado esta columna en las últimas semanas. Y en segundo lugar, porque además se han puesto al descubierto en las últimas décadas, innumerables experiencias de abuso físico y de abuso sexual a las que están expuestos los menores de edad a manos de sus guardianes o de sus educadores en instituciones como las arriba mencionadas, o aún mismo a manos de sus propios familiares.
Las Dras. Lynn Ponton y Dana Goldstein, psiquiatras ambas de San Francisco, están trabajando en un estudio de seguimiento desde hace 15 años en esa ciudad, en 35 sujetos que originalmente oscilaban entre los cinco y los 17 años de edad cuando se inició el proyecto, y que en el presente ya todos son adultos jóvenes. Ellos llegaron a tener diversos tipos de experiencias sexuales con sacerdotes de sus parroquias, en un grado que llegó a variar desde caricias, a masturbación mutua o sexo oral y anal, obligados por la fuerza física en un 50 por ciento de los casos. En algunos de ellos, se repitió en múltiples ocasiones con la misma persona. Otros de estos chicos, repitieron este tipo de experiencias en el hogar con sus hermanos menores, posterior a las experiencias sexuales que ellos mismos experimentaron. Tales experiencias ocurrieron en la sacristía cuando algunos de ellos actuaron como monaguillos, pero también durante los viajes educativos o de recreo. En un 26 por ciento de los casos, los chicos provenían de familias intactas e integradas, aunque las relaciones familiares entre ellos eran distantes desde un punto de vista emocional.
Como resultado de estas experiencias, ambas terapeutas diagnosticaron la presencia de trastorno depresivo en un 85 por ciento de los casos, inclusive con tendencias suicidas en aquéllos que fueron penetrados. Por otra parte, en un 88 por ciento de ellos, se encontró además, que llegaron a desarrollar abuso de sustancias a lo largo del tiempo, sobre todo de alcohol. En todos ellos naturalmente, estaban presentes los síntomas de trastorno de estrés postraumático, que se fueron presentando a lo largo de los siguientes años. Sin embargo, para muchos de ellos como ocurre en tantos de estos casos, los recuerdos eran confusos y no del todo claros, con memorias muy vagas y fragmentadas de lo que sucedió.
Ello se podría explicar por un lado porque tales memorias estaban mezcladas con sentimientos muy variados y contradictorios tales como enojo, impotencia, vergüenza y culpa. Pero por otro lado, diversos estudios han encontrado que estas experiencias disparan mecanismos neurofisiológicos y químicos que afectan determinadas áreas cerebrales. Dichos factores han determinado el que un buen número de hombres que experimentaron estos episodios, tiendan a olvidarlos consciente e inconscientemente e inclusive guarden silencio durante muchos años, o hasta por el resto de sus vidas. Ello se debe por un lado a la imagen negativa que tienen de sí mismos, a pesar de haber sido las víctimas; pero por el otro lado, también por la imagen como figura de autoridad eclesiástica que ha representado el sacerdote dentro de su educación.
En el caso de este grupo de estudio, hubo quiénes a pesar de haber pasado muchos años decidieron voluntariamente destapar esa experiencia para discutirla con algún terapeuta, y recibir además el tratamiento adecuado. Se encontró que entre más temprano habían ocurrido tal o tales episodios, los síntomas eran más numerosos e intensos, mientras que disminuían después de los 13 años. De cualquier forma, una vez como adultos, ellos relataban la forma fija e incluso obsesiva en la que se presentaban y mantenían ese tipo de imágenes y fantasías sexuales en sus mentes, que de alguna forma también invadían su intimidad e interferían en su vida sexual del presente. La otra área importante en la que influyó en sus vidas, fue en el área espiritual, debido a los intensos sentimientos contradictorios que guardaban respecto a la experiencia y a quienes habían estado involucrados en ella, lo que inclusive determinó el que cambiaran de religión en los años posteriores.
A través de las sesiones individuales y grupales, estos sujetos pudieron conectarse mejor con ellos mismos, con la experiencia que habían sufrido y las secuelas que habían dejado en ellos y que aún permanecían. Entre los sentimientos más importantes e intensos que ellos pudieron detectar, fueron los de culpa, vergüenza, enojo e impotencia principalmente. Como una forma espontánea de tratarse ellos mismos y automedicarse, muchos llegaron a utilizar y abusar del alcohol u otras drogas como si se tratara de un medicamento. Las terapeutas buscaron trabajar con este grupo, no sólo la expresión o catarsis de sus sentimientos, sino también aquellos aspectos importantes relacionados con su sexualidad, con la ansiedad y la depresión que pudieran traer, con el manejo del trastorno de estrés postraumático (para lo cual también usaron naturalmente los psicofármacos adecuados) y por supuesto también con los aspectos primordiales de su espiritualidad y la forma en que ésta había sido afectada por tales episodios. En el presente, ellas continúan adelante con este proyecto. (Continuará).