El referente legal, moral y ético en el quehacer de un gobernante debe ser, en todo momento, velar por los intereses de la ciudadanía, sin distingos de colores o signos partidistas.
Una autoridad adquiere legitimidad frente a la sociedad cuando logra despojarse de sus vestiduras de campaña y se dedica en cuerpo y alma a aquello por lo que fue electo en las urnas, a administrar los recursos públicos de una manera honesta y eficiente y a luchar por lograr mayores niveles de bienestar, desarrollo y progreso para la comunidad a la cual sirve.
Simple, lo dice la Ley, se gobierna para todos y no sólo para los amigos o compañeros de partido.
Cuando una autoridad municipal decide marcar esa sana distancia que siempre debe existir entre el poder público y la afiliación partidista, no hace algo distinto a lo que está obligado legal, moral y éticamente. Hace lo que debe hacer.
Por el contrario, cuando esa autoridad se siente agredida por los señalamientos de los medios de comunicación que advierten posibles desvíos de recursos públicos en apoyo a tal o cual candidato y por ello decide imponer la Ley, para evitar críticas, entonces debería ser llamada a cuentas, por la ciudadanía y por su conciencia.
Un alcalde –a manera de ejemplo- no es más que un servidor público, obligado por el marco legal vigente, a justificar todas y cada una de sus decisiones de cara al pueblo que decidió otorgarle en las urnas, la máxima responsabilidad de dirigir los destinos del Municipio.
Salirse aunque sea un ápice de este sendero es fallarle a la ciudadanía, la que merece mayor respeto que los compromisos personales, cualquiera que éstos sean.