Después de algunos años de calma aparente y de que el llamado Consejo General de Huelga sólo hizo presencia en ciertos actos vandálicos y marchas de protesta, de nueva cuenta un puñado de estudiantes con el rostro cubierto, lo que evidencia su cobardía, tomaron ayer las instalaciones de la torre de rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México a fin de presionar a las autoridades y lograr la liberación de personas acusadas por diversos delitos.
Aunque los estudiantes califican a quienes defienden como “presos políticos”, es evidente que se encuentran privados de su libertad por haber cometido delitos del orden común, pues algunos de ellos participaron en los denigrantes hechos de la conmemoración del dos de octubre pasado en los que se cometieron múltiples tropelías, entre ellas, la destrucción de negocios comerciales que fueron lapidados flagrante e inmisericordemente.
No se puede perder de vista que ya en una ocasión no lejana, los problemas en la UNAM comenzaron con tomas semejantes de sus instalaciones y el conflicto se complicó de tal manera que la huelga duró muchos meses y el monto de los daños a la institución fue cuantioso, pues se destruyeron laboratorios, centros de cómputo y se llegó al extremo de dañar uno de los históricos murales de esa Casa de Estudios.
Por eso en este caso las autoridades no deben esperarse a fin de explorar la solución del conflicto por la vía del diálogo, sino actuar de inmediato presentando las denuncias correspondientes con el objeto de que se proceda conforme a derecho ante los abusos cometidos. Porque la autonomía no significa impunidad y si no se actúa con rapidez es posible que se repitan aquellos hechos y con ello se causaría un nuevo daño a la UNAM, tanto en el aspecto académico como en el material, lo que se debe evitar haciendo valer el principio de autoridad.
