Si la máxima “los pueblos tienen los gobiernos -y por extensión, legisladores- que merecen” continúa vigente, entonces los mexicanos tenemos serios problemas.
En un contexto donde prevalence un afán desmedido por vulgarizar el ejercicio de la política; donde nuestros gobernantes reducen su quehacer al escándalo pasajero e inconsecuente, hay un actor que al menos, es corresponsable por su permisividad: la propia ciudadanía.
En virtud del nivel de compromiso y visión que han demostrado nuestras autoridades, el suponer que el país accederá a niveles plenos de democracia y modernidad por concesión graciosa de nuestra actual clase política, resultaría una apuesta a perder.
Queda entonces la convocatoria a la ciudadanía para que asuma con una actitud crítica y exigente, el papel al que está llamada: el asegurar que las fallas y omisiones no queden impunes y que el desvío de recursos o encomiendas, tenga consecuencias.
Con una sociedad demandante, que llame a cuentas a sus autoridades, el legislador la pensará dos veces antes de imponer su agenda personal y el gobernante deberá empeñarse por dar resultados en lugar de dedicar tiempo y esfuerzo a las confrontaciones estériles con dedicatoria futurista.
De lo contrario, con una sociedad apática, tolerante en exceso, sin capacidad de respuesta y movilización, seguiremos viendo a diputados en la casa de Big Brother.