El mundo recordó ayer la trágica jornada que vivió Estados Unidos hace tres años. Células terroristas de Al Qaeda secuestraron cuatro aviones, uno de ellos se desplomó en Pensilvania -en presunto trayecto al objetivo que era la Casa Blanca- otro impactó al Pentágono y los otros dos golpearon el símbolo del poderío económico estadounidense, las torres gemelas en el corazón de Nueva York.
Estados Unidos se sacudió y el mundo entero cambió. Han pasado tres años y los grupos terroristas han demostrado que pueden golpear a quien sea y en cualquier parte del mundo. Después del once de septiembre de 2001, el mundo se vio obligado a aprender a vivir bajo la sombra del temor.
Siguió la invasión estadounidense a Afganistán con el objetivo primario de capturar a Osama bin Laden (que continúa activo y libre); luego una ofensiva militar contra Irak que persiste aún y con Saddam Hussein derrocado y encarcelado. Decenas de atentados se han registrado en varias partes del orbe. Madrid el once de marzo y Osetia del Norte, el primero de septiembre, son las expresiones más crudas de un enemigo sin rostro, que siguieron al derrumbe de las torres gemelas.
Ayer en Nueva York se lloró por las víctimas de hace tres años; en Madrid volvió a sangrar la herida que dejó el atentado de hace seis meses, mientras los rusos no terminan de asimilar la magnitud de la tragedia en esa escuela de Beslán. La guerra contra el terrorismo continúa, así como los golpes de Al Qaeda y de otros grupos separatistas y fundamentalistas, en una escalada de violencia que parece no tener fin.
Muchas cosas cambiaron y siguen cambiando. Para desgracia de todos y en especial para aquellos que sueñan con un mundo libre de amenazas violentas; de aquellos que quisieran un futuro cercano cobijado por el progreso y sobre todo, de tranquilidad para sus hijos, deben encarar esta, nuestra nueva realidad.
