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Nuevos Estados

Pablo Marentes

En 1917 Arthur James Balfour, con la anuencia de los miembros del decrépito ente europeo, impuso a los palestinos la recepción, en su territorio nacional, de los judíos nacidos o aposentados en países de Europa Oriental y en España, Portugal, Holanda, Alemania, Inglaterra, Suiza, Francia, Italia y Ucrania. Conviene al imperio de su majestad "el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío", indicó en la contundente Balfour Declaration quien ya había sido primer ministro y ahora se desempeñaba como secretario del Exterior de su majestad británica Jorge V.

En vísperas del triunfo sobre las potencias del Eje, Harry S. Truman presidente de Estados Unidos, a petición de Winston Churchill, propició que el número de reubicados en Palestina saltara del promedio anual de 20 mil a 100 mil cada año a partir de 1944.

Los noticiarios cinematográficos diseminaron escenas de palestinos que contemplaban cómo docenas de tanques estadounidenses habilitados como buldozers y aplanadoras, derrumbaban chozas, casas, edificios, puentes. Y arrasaban las parcelas cultivadas. Los hombres de las túnicas y los kaffis, sus mujeres y los niños de piernas flacas, levantaban sus brazos al cielo, para caer arrodillados llenos de tristeza y rabia hasta el último rincón de sus corazones. Enseguida las tropas inglesas marcharían para sembrar a los nuevos ocupantes en los territorios desbrozados.

No todos los judíos aprobaron el proceso. Muchos sostenían que el judaísmo es una religión, no una nacionalidad. En 1949 ocurrió la primera confrontación de tropas inglesas y americanas con agrupamientos de luchadores palestinos. Arafat, estudiante en Kuwait, participa por primera vez en un encuentro armado. Lo mismo hace Ariel Sharon. Desde entonces ambos se reconocen como enemigos irreconciliables.

Quienes viajaron a partir de 1945 para ocupar los territorios expropiados disfrutaron de la protección del triunfante Occidente europeo y de Estados Unidos, el país que emergió de la guerra mundial como el único árbitro de en contiendas internacionales cuyas decisiones serían inapelables. En cambio, los palestinos desplazados no tuvieron más apoyo que su voluntad y su amor propio ofendido y menospreciado. Las estrategias político-militares y el poder financiero, económico y comercial del consorcio occidental de naciones dentro del cual estaba ya incluido hegemónicamente Estados Unidos hizo añicos el derecho de las gentes -jus gentium: derecho de gentes, le decían los romanos al conjunto de derechos que todos los soberanos deberían reconocer y respetar en todas las comunidades y a todos los hombres.

En 1948 se adoptaron como decisiones soberanas las tomadas por los consejos de administración de las empresas que produjeron las armas y los transportes para el triunfo, las mismas que se aprestaban en la paz a efectuar la reconstrucción industrial, comercial y financiera de vencedores y derrotados por igual. Cincuenta y ocho años de enfrentamientos entre israelíes y palestinos -entre dos memorias históricas no del todo irreconciliables- habrán pasado cuando concluya el segundo periodo de Gobierno de George W. Bush. Cuando en 1988 Yasser Arafat clausura Septiembre Negro, modifica los estatutos de la organización palestina con el propósito de reconocer el Estado de Israel y cinco años después firma con Rabin los Acuerdos de Oslo; la mano invisible de la economía transnacional fideicomitida jala el gatillo que asesina a Rabin y Arafat se convierte en un tragicómico Sísifo. El mitológico castigado sabe que al final de cada día llegará a la cima de la cual resbalará. En cambio Arafat sabía que ningún día vislumbrará la cúspide. Sin embargo empuja su piedra cuesta arriba cada día a cuyo final vuelve al lugar desde donde emprende su frustrante recorrido cotidiano.

Jay Walz, el corresponsal de "The New York Times" de 1958 a 1964, recuerda la apresurada partición del territorio palestino fue producto del deseo de los británicos de terminar sus responsabilidades respecto del protectorado palestino, cuando el éxodo de Alemania aumentó la inmigración y se multiplicaron los enfrentamientos. El proyecto británico de partición del territorio de Palestina siguió el esquema de las viciadas redistritaciones salamándricas -gerrymandering- que inventara en 1812 Elbridge Gerry, gobernador de Massachusetts. "El esquema de la partición separó las áreas predominantemente judías de las comunidades árabes para incluirlas dentro del territorio a separar. El resultado fue una contorsión geográfica imposible de entender sin el auxilio de un mapa. Aun así su comprensión es difícil".

A Yasser Arafat se le pueden aplicar los más variados adjetivos. Pero amigos y enemigos coincidirían en que fue capaz de mantener como controversia sangrienta lo que podría haberse convertido en 1988 en una guerra de alcance mundial. Los primeros resultados de su ausencia ya se comenzaron a percibir. Mahmoud Abbas, un posible sucesor, fue blanco de unos encapuchados.

A falta de Arafat, son las instituciones las que deben subir al escenario. La solución final del conflicto palestino debe tener rango de toda prioridad. Un paso decisivo será contemplar al Estado de Israel como un Estado nacional, no como un Estado religioso. Y ver a los palestinos como las víctimas de un Estado cuyo territorio en gran parte fue confiscado mediante una apresurada decisión. Intentemos despojar la contienda de sus grietas religiosas. Que el mundo les exija a los contendientes el comportamiento de Estados nacionales maduros.

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