Como plaga bíblica, cíclica e inevitable, han empezado los Juegos Olímpicos. Hemos de prepararnos, pues, con bastimentos de boca y guerra y no poca paciencia, para ser aturdidos durante semanas por comentaristas, analistas, payasos (conscientes o inconscientes) y “expertos” de toda laya, que nos bombardearán con sus profundos conocimientos sobre deportes que uno jamás había visto y que a uno le importan un reverendo sorbete. Todo ello rodeado de una mercadotecnia aplastante, que vende hasta condones utilizando mascotas cada vez más feas (¿Qué rayos es la de Atenas? ¿Un dedo? ¿Un mutante? ¿La víctima de un bombardero suicida… como indeseado presagio?) y que lo hace en nombre del esfuerzo, la sudoración y la solidaridad universales.
Sí, no puedo evitar ser cínico en relación con estos eventos. Y es que las Olimpiadas, como tantas otras cosas del siglo XX, fueron siendo paulatinamente desnudadas de su primigenia dignidad y convertidas en un artículo de consumo más.
Pero con la que -en este caso- se sigue cacareando que todo se trata del esfuerzo y la dedicación de quienes quieren llegar más alto, ir más rápido, ser más fuertes… lema que, de mí se acuerdan, no tarda en aparecer en alguna campaña electoral, en un México donde sobran políticos descerebrados y falta angustiosamente la imaginación.
Ahora bien: desde mi punto de vista, ser esforzado y dedicado no tiene mucha gracia cuando tales virtudes las emplean los atletas para ganarse jugosos contratos de fábricas de zapatos deportivos, chicharrones deshidratados o desodorantes para las patas. Y como que no resulta muy creíble el pretexto de la solidaridad e igualdad olímpicas cuando hay jugadores del Dream Team americano de basquetbol que tienen salarios anuales con los que podrían pagar la deuda externa de dos o tres países insulares de Oceanía… pero fácil.
Como tampoco me conmueven las largas jornadas de entrenamiento que dedica la mayoría de esos deportistas en su preparación… dado que en su mayoría es pagada con los impuestos de los bofos (pero eso sí, muy contribuyentes) que vamos a observar sus muy dignas derrotas arrecholados en una poltrona, pertrechados con un six pack para no fijarnos mucho en lo poco que rindieron los dineros gastados en tan perínclitos esfuerzos. Así, para variar y no perder la costumbre en este país de víctimas, la gente que sí hace algo productivo observa cómo se va por el caño el dinero que tanto le costó ganar… y aparte se supone que debe estar contenta y agitando banderitas.
Algunos puristas dirán que estas calamidades son el resultado de haber abandonado la visión original del Barón de Coubertain, quien se opuso tenazmente al profesionalismo deportivo, e insistió con la necedad y la lucidez de cierto gobernador oaxaqueño en que todos los atletas olímpicos fueran amateurs. Tan inflexibles reglas fueron siendo torcidas en los últimos tiempos, de manera tal que ahora encontramos a humildes deportistas de fin de semana, representantes de algún país ignoto y cuya superficie es menor a la de ciertas haciendas laguneras, compitiendo contra superastros que ganan millonadas y cuyos rostros son mucho más conocidos a nivel planetario que el susodicho e ignoto país.
No me malinterpreten: no pido la vuelta al amateurismo feroz de antaño. Recuerden que el muy aristocrático Barón se valió de ese pretexto para que en las Olimpiadas únicamente participaran los de sangre azul, la nobleza parasitaria que era la única con el ocio y el dinero como para poder perder el tiempo preparándose y gastar lo necesario para llegar a las sedes de los Juegos. Si los atletas además de entrenar tenían que soplarse doce horas en el torno o paleando tierra y con ello pagarse el viaje a París, Amberes o San Luis, difícilmente iban a llegar a competir. De esa manera el Barón evitaba que su juguetito se acorrientara con la presencia de deportistas provenientes del proletariado y que los Juegos terminaran siendo patrimonio de la raza, la pelusa, el infelizaje, los de Sol (y Sombra Norte). Con las laxas reglas actuales, de perdido hay quienes, patrocinados por la Dulcería La Melcocha y el Jardín de Niños Mi Frenética Alegría, pueden dar rienda suelta a sus ilusiones olímpicas. Y al menos ésos no los pagamos nosotros, los cumplidores ilotas de Hacienda con pancita cervecera.
La voracidad mercantilista de los Juegos ha llevado a la inclusión de actividades cada vez más extrañas y que uno vacila en llamar deportes. Digo, ¿merece un entretenimiento básicamente visual como el voleibol playero departir en condiciones de igualdad con el pentatlón? Sí, ya sé, cualquiera prefiere ver a las brasileñas tirándose en la arena, con esos shortsitos en donde no caben ni la mitad de las estrellas de la bandera verde-amarelha, que a los esforzados, sudorosos y generalmente muy feos pentatletas. Pero como que ése no debiera ser el criterio. De la misma manera que dudo en llamar deporte a esa extraña actividad llamada nado sincronizado, en el que un par de muchachas no hacen otra cosa que flotar y hacer cabriolas en una piscina, mover piernas y brazos simultáneamente al ritmo de una pavorosa música de elevador y pelar los dientes todo el tiempo como calaveras de Posada. ¿Es eso un deporte?
Esa codicia no es privativa de los Juegos Olímpicos de Verano. En los de Invierno de Salt Lake City, por ejemplo, hubo unos espectáculos sencillamente alucinantes. Mi hija Constanza y yo nos reíamos como loquitos viendo un deporte (eso decían que era) llamado Curling, en el que unos señores avientan piedras que se deslizan sobre hielo, en tanto sus compañeros de equipo las dirigen a una especie de blanco ¡barriendo el hielo con escobas! Nunca entendimos las reglas. Pero ver a un trío de tipos moviendo las escobas con particular frenesí nos causaba una histérica, muy sana hilaridad.
Además, los mexicanos en particular tenemos una serie de agravios pendientes con las Olimpiadas. Por supuesto, está el complot Lopezobradorista de Los Jueces en contra de Nuestros Atletas. Sean polacos en caminata, uzbecos en boxeo o tailandeses en Taekwando, resulta evidente que existe una conspiración del mal por parte de los árbitros de todo el planeta en contra de que ganemos medallas de oro (o de lo que sea). Nada más acuérdense de Sydney 2000, cuando el país entero rugió con santa indignación por el despojo que le hicieron a nuestros atletas… en pruebas cuyas reglas nadie conocía en realidad. Pero eso no importó: el clamor generalizado fue que nos robaron. Hasta López Portillo tronó de nuevo: “¡Ya nos sacaron (de la competencia), no nos volverán a sacar!”
Por no decir nada de la manera en que los atenienses han tratado a nuestros periodistas y cómicos, varios de los cuáles han ido a dar a chirona por quítame acá estas pajas… y por andar en zonas prohibidas y haciéndose los chistositos. Mira tú, qué fijados y quisquillosos los helenos. No han de querer que descubramos algo muy sucio que están ocultando. Para mí que Ponce (el que fuera Director de Finanzas del incorruptible Lopejobradó, ¿se acuerdan?) está escondido en el pebetero olímpico. Y a propósito del Pejelagarto (y los regidores de Gómez Palacio): si la desvergüenza fuera deporte olímpico, ni con jueces perversos le quitaban el oro a nuestros políticos. Pero ni esa suerte tenemos.
Consejo no pedido para escuchar fanfarrias hasta en el baño: Lean “Jesse Owens, atleta campeón”, de Tony Gentry, sobre uno de los grandes iconos de todos los tiempos. Vean “Carros de fuego” (Chariots of fire, 1981), con Ben Cross, acerca de un par de corredores en París 1924 y escuchen el soundtrack homónimo, de Vangelis, que sigue sonando… olímpico. Provecho.
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