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Operación regreso

Adela Celorio

En cada uno de los momentos cruciales de las vacaciones, la alarma se pone en rojo. Los medios informativos nos atosigan con sus campañas de prevención: Revise su auto antes de salir a carretera, no beba mientras maneja, use el cinturón... Los autos modernos cuentan con eficientes dispositivos de seguridad y en las albercas y playas los salvavidas se mantienen alertas para cualquier emergencia.

Se ponen todos los medios a nuestro alcance para evitar accidentes y sin embargo parece que son inevitables. El gran villano de la carretera es el alcohol, pero también el cansancio, la obsesión por los teléfonos celulares y los descuidos al activar la sofisticada tecnología que nos permite escuchar música o poner películas para que los niños se entretengan en la carretera.

A nadie se le ocurriría sin embargo, mencionar como causa de accidentes el hecho mismo de las vacaciones con su frenético afán de viajar. La más sencilla observación revela que la fatalidad nos llega por aquello mismo que nos hace disfrutar o que nos permite vivir.

La carretera es pródiga en accidentes pero también lo son los electrodomésticos, el alpinismo y ni qué decir de los aviones y los terroristas. En estos últimos tiempos hasta la sexualidad se ha vuelto peligrosa.

A los bebedores nos liquida el abuso de la buena uva y a los abstemios una buena dosis de la mala. El que no se expone a los peligros de la carretera perece por la venida de un río que durante cien años no ha dicho ni pío.

Los accidentes no deberían ocurrir pero ocurren y al ocurrir ofenden nuestro sentido de la buena marcha del mundo. Si todos nos portásemos como es debido, si todo funcionara como debe, nunca ocurrirían los accidentes; pensamos.

Y ahí es donde aparece el “si yo hubiera...” ¡ese verbo maldito! No, no es sencillo de entender, pero no morimos por los accidentes sino por el hecho de estar vivos. La muerte es el peaje que se paga por vivir. ¿Acaso podríamos ser los mismos, con los mismos afanes y los mismos caprichos; estar vivos tal como estamos, pero sin correr ningún riesgo?

Hay que aceptar que no siempre es la imprudencia, sino la vida misma la que trae los accidentes. A veces pienso que Dios lo permite para bajarnos los humos, y cuando es así; lo único que nos queda es secar las lágrimas y juntar nuestras fuerzas para iniciar la operación regreso.

adelace@avantel.net

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