Bienvenidas sean todas las propuestas que tiendan a simplificar nuestros procesos judiciales a fin de que la justicia se imparta por tribunales en forma expedita, pronta, completa e imparcial, tal y como lo establece el segundo párrafo del artículo 17 constitucional.
Nadie se puede oponer razonablemente a ello. Pero cualquier propuesta de reforma debe estar sustentada en nuestra realidad, por lo que a mi juicio no es válido el implantar instituciones o sistemas ajenos sin adecuarlos a esa realidad y sin preparación previa.
En efecto, como se ha sostenido, no es necesario pretender la invención de fórmulas para no ser acusados de plagio. No hay nada nuevo bajo el sol y si acaso lo que se puede intentar es eso que mencionamos, adecuar instituciones ya existentes a la realidad imperante, pero cursando previamente una etapa de preparación a fin de que al entrar en vigor las reformas estemos preparados para actuar de acuerdo con las nuevas instituciones.
Sin embargo, tengo la maliciosa presunción de que algunos de los impulsores de la propuesta de que se implante la oralidad en los juicios civiles, mercantiles y administrativos y eventualmente a los penales, lo hacen buscando que los abogados extranjeros no tengan que batallar cuando litiguen en México, pues en sistemas como el norteamericano y canadiense imperan los procesos orales por encima de los escritos.
Es éste el punto que me preocupa. No advierto una clara intención de beneficiar a los justiciables ni a sus abogados patronos sino de favorecer a los litigantes extranjeros. Tan esto es así, que se ha llegado al extremo de argumentar que los procedimientos vigentes en México detienen las inversiones extranjeras.
Sobre esa absurda base hay entonces que facilitarles las cosas a los inversionistas de otros países para que en caso de un conflicto judicial tengan la seguridad de que se podrán joder más rápido a sus contrincantes mexicanos.
Ahora que si podemos conjuntar los intereses de los nacionales con los de los extranjeros, santo y bueno. Pero sin darles satisfacción a éstos en demérito de aquéllos.
Pensemos, en vía de ejemplo, que si no hemos sido capaces de que el Congreso de la Unión apruebe una nueva Ley de Amparo ni de acabar con el Amparo para efectos, porque la reforma impulsada por la Suprema Corte que pretende tal objetivo sigue durmiendo el sueño de los justos en el senado, ¿vamos a ser capaces de pasar del sistema escrito al oral sin graves fracturas?
Obligadamente tenemos que preguntarnos si nuestros abogados y jueces y quienes ahora se encuentran en las escuelas y facultades de derecho estudiando esta carrera, están preparados para defender las causas que les sean encomendadas en un sistema en que predomine la oralidad.
Lamentablemente tenemos que admitir que muchos de ellos, quizá la mayoría, no están preparados para actuar en un sistema oral. Prueba de ello es que casi a diario me encuentro con escritos elaborados por abogados postulantes en los que no se entiende lo que éstos quieren decir, pues las deficiencias en redacción son graves. Y otro tanto sucede con algunas sentencias judiciales.
Y vaya que muchos de esos escritos los redactan sus autores en la tranquilidad de sus oficinas y por tanto tienen la oportunidad de revisarlos y corregirlos, no obstante lo cual llegan a los tribunales o a las instancias superiores con graves errores de redacción y ortografía.
Imaginemos por un momento a estos mismos abogados exponiendo razonamientos jurídicos frente a un juez o un jurado popular y tratando de convencer de que su cliente tiene la razón o de que es inocente. ¿Quién sufrirá las consecuencias de sus deficiencias? Los clientes, los justiciables que están confiados a los conocimientos y el verbo del abogado.
Por otra parte y pensando en los estudiantes de derecho, futuros abogados, no sé de ninguna escuela o facultad en Coahuila (por circunscribirnos a nuestro estado) en la que se impartan clases de argumentación jurídica o debate.
¿Con qué herramientas van a ejercer su profesión en un corto plazo si no se les prepara para desempeñarse en procesos orales?
Si nos remitimos a la historia no debemos olvidar que en México funcionaron los jurados populares y que esta institución dejó de existir el 15 de diciembre de 1929 cuando Emilio Portes Gil ocupaba interinamente la Presidencia de la República.
Su origen es inglés y “se funda en la teoría de que los hombres deben ser juzgados por sus pares, por sus iguales”.
Pero en México, durante su vigencia, en muchas ocasiones la opinión pública protestaba en contra de esta institución por estimar que los jurados absolvían a quienes el pueblo consideraba verdaderos delincuentes. Claro está que esto se presentaba en los casos más sonados, en aquéllos a los que la prensa daba gran publicidad y por tanto eran ampliamente conocidos por el público.
Y aunque el pueblo suele equivocarse en algunos de sus juicios porque está influenciado dolosa o torpemente por los medios de comunicación, en otros acertaba. Porque verdaderos culpables lograban una sentencia de inocencia gracias a la habilidad retórica de inolvidables tribunos que hicieron de la expresión verbal del derecho su arma más poderosa ya fuera para que se hiciera justicia ya para que se consumara una injusticia.
Algunos viejos abogados seguramente recordarán con verdadera admiración a hombres como José María Lozano, Antonio de P. Moreno, Hipólito Olea, Demetrio Sodi, Nemesio García Naranjo o Querido Moheno, que hicieron época en las tribunas jurídicas de los jurados populares.
Al desaparecer los jurados populares desaparecieron también los fulgurantes tribunos que con sus seductoras palabras, sus conocimientos jurídicos, rigor lógico y argucias legales lograron grandes y sonados triunfos en aquel foro de la judicatura.
Nosotros, los abogados surgidos en la segunda mitad del siglo pasado, ya no conocimos a ninguno de ellos. Pero sí a grandes juristas y oradores que seguramente, de haber existido los jurados populares, hubieran lucido tanto como aquéllos que menciono.
Pero la pregunta sigue ahí. ¿Estamos preparados los abogados de hoy y los que vienen detrás de nosotros para actuar en los procesos orales? ¿O seremos incapaces de hilar tres frases coherentes ante un juez o un jurado en defensa de nuestros clientes?
Bienvenida la simplificación procesal y la oralidad a condición de que estemos preparados para ejercerla. Si no es así, más nos valdría transformar nuestro sistema gradualmente a fin de no dislocarlo ni convertirnos en simples escuderos de los grandes despachos de abogados extranjeros.