Más que una tempestad, la era del descubrimiento y conquista de América parece, por momentos, un estallido, una explosión; una tremenda explosión de los imponderables de que se había ido cargando la Península Ibérica (España y Portugal), durante centurias y aun durante milenios.
El Barón de Humboldt nos habla de grandes tesoros vegetales, ?acumulados allí por el movimiento constante de los pueblos hacia el Occidente bajo la influencia de una civilización en progreso?, pero para ser exactos, tendríamos que hablar también de otras muchas inmigraciones de muy diversa índole, operadas con rumbo a España como centro magnético del mundo, como por ejemplo, la de las cifras matemáticas hindúes, llevadas allá por los árabes. En general puede decirse que en vísperas del primer viaje de Cristóbal Colón, la Península Ibérica era una arca en que todas las grandes culturas y civilizaciones de Europa, de África y del Asia tenían depositada una herencia para el Nuevo Mundo, formada con aportaciones de los celtíberos, de los fenicios, de los griegos, de los romanos, de los judíos, de los visigodos y de los sarracenos... Aunque el Cristianismo estaba allí detenido, representado, en espera del momento propicio para continuar su marcha triunfal siguiendo la ruta del sol.
Pero no sólo se habían amontonado y acumulado en España los ideales y las aspiraciones y virtudes más puras de la antigüedad, del Medioevo y del Renacimiento, también esperaban las grandes concupiscencias, el ?surge et ambula? del descubrimiento, para lanzarse al asalto de las nuevas tierras.
Esta mezcla extraña y complicada hace singularmente explosiva la época de los grandes descubrimientos y de las grandes conquistas, y hace contradictoria la historia de aquellos tiempos, porque al lado del ?Id y predicad a todas las naciones...? actúan también los tenebrosos instintos biológicos y bestiales del súper-hombre de Nietzche.
Recién llegados los conquistadores a las tierras vírgenes de América, sentían relajados los frenos morales y represivos que en el Antiguo Continente inhibían las concupiscencias de la fiera; pero la conciencia cristiana, la acción de la autocrítica que actúa siempre sobre el hombre español, logran enfrenar a la bestia y tras una lucha secular, España implanta en el Nuevo Mundo un eficaz y efectivo régimen de derecho.
El duelo entablado entre los teólogos por un lado y los encomenderos por otro, duelo tranzado por el jurista en etapas sucesivas así casi siempre con mayor ventaja para los primeros, acaba por hacer derribar toda la corriente histórica del imperio de la violencia al imperio de la justicia social, y si nuestra vida se inicia con las sangrientas conquistas de ese gran carnicero que es Nuño de Guzmán, la época de las conquistas se cierra en nuestro país con la fe de la Alta California -conquista incruenta -por ese santo que se llama Junípero Serra.
El imperativo evangélico acaba por imponerse en la Nueva España al imperativo biológico y los fueros del espíritu privan al fin sobre los fueros de la carne.
Sin embargo, no hay que desestimar ni condenar siempre la cooperación de los instintos primarios: es el concurso de todas las energías amontonadas y de todos los imponderables acumulados en la Península
Ibérica, lo que da su fuerza incontenible a la acción colonizadora y evangelizadora. Energías e imponderables se expanden como gases presionados que rompen sus recipientes y estallan. Misioneros y aventureros son bombardeados como proyectiles contra América. Nada ni nadie puede contenerlos; vencen los mares, los desiertos, las selvas, las montañas y las nieves eternas. Encontramos por todas partes las huellas de su paso de evangelizadores y conquistadores como impactos de bala después de un combate; perforan el Continente Americano que se les opone en todos sentidos, y muchos tienen todavía fuerzas para lanzarse y dispersarse por la aguas y por las islas del Pacífico, descubierto por Nuño de Balboa, y al redondearse la tierra por aquellos hombres nunca jamás superados, la Historia adquiere por primera vez un sentido universal. Por eso cuando llegó San Francisco a España tiene en Santiago de Compostela la suprema revelación de que su Orden está destinada a una actuación ecuménica.
Para entender y escribir la biografía de los individuos de aquella edad, es preciso tener en cuenta, además del coeficiente personal de cada uno de ellos la energía colectiva, la dinámica del momento histórico, la fuerza que suma el destino a sus voluntades, los codos que añade a sus estaturas la grandeza de su misión, la intensidad de su vocación, la importancia del mensaje que están encargados de llevar a los demás.
Todo hombre tiene en sí mismo un valor personal que, graduado en relación al valor de cada uno de los demás hombres, fluctúa entre la cifra uno y la cifra nueve; pero además hay que agregarle a cada hombre de aquellos tiempos de epopeya todos los ceros a la derecha con que el Destino o la Providencia acrecienta su valor personal, su significación individual.
VIDAS MEXICANAS. FR. JUNIPERO SERRA. CIVILIZADOR DE LAS CALIFORNIAS. POR PABLO HERRERA CARRILLO. EDICIONES XÓCHITL. MÉXICO 1943.