Invitación a la lectura
Los recuerdos son los remanentes específicos e invisibles en nuestras vidas de lo que pertenece al tiempo pretérito. Ya han pasado más de cincuenta años desde que, a principio de la década del 20, París empezó a ser incluida por primera vez en las memorias de un pequeño grupo de jóvenes norteamericanos expatriados, más ricos que la mayoría en ambición creadora y de un nivel económico más bien modesto. La mayor parte de nosotros acababa de llegar a Francia en la tercera clase de algún barco, a través del Atlántico, en aquel tiempo aún no sobrevolado salvo por las aves migratorias. Nos establecimos en los pequeños hoteles de le Rive Gauche de París, cerca de la Place Saint-Germain- des-Prés, flanqueada por un enorme café en una esquina llamado Les Deux Magots y una impresionante iglesia romántica del Siglo XII, con un jardincito de viejos árboles en cuyas ramas cantaban los pájaros metropolitanos de madrugada y yo les podía oír desde mi cama, próxima a la rue Bonaparte. Aunque no nos conocíamos, como compatriotas pronto descubrimos nuestros puntos comunes. Éramos un grupo literario.
Todos aspirábamos a convertirnos en escritores famosos lo más pronto posible. Después de la publicación en Nueva York de The Sun Also Rises, de Hemingway, Ernest se convirtió en el primero y más famoso de los escritores norteamericanos exilados. Cuando recuerdo el revuelo que creó su personal estilo de escribir, lo que resalta en mi memoria es el hecho de que sus personajes, como el mismo Ernest, eran de una masculinidad desproporcionada hasta en los pequeños detalles. En sus escritos, la descripción del color del agua en alta mar, al lado del bote, o de las espinas de la trucha en los lugares que pescaba, eran como informes que la pupila de su ojo trasmitía por medio de su pluma al papel. Como un talento especial, Ernest tenía un estilo físico de escribir como con sus sentidos, que era de su exclusiva creación únicamente y que sin embargo, muy pronto influyó en la creación literaria varonil norteamericana. Había introducido la naturaleza europea con todo su esplendor en sus novelas, luego se enamoró de las corridas de toros españolas y se identificó con los toreros; más tarde, en África, se dedicó a la caza mayor por la que sentía una pasión sangrienta.
En una carta me dijo que le gustaba matar. Por temperamento, era un profesional del exceso como forma de generosidad. Se casó cuatro veces y enseñó a cada esposa cómo disparar y sobrevivir en safaris. Cuando por último se mató con un revólver, aquél fue el melodrama final de su existencia espectacular. El padre de Ernest había sido un suicida y también el mío y esas dos muertes habían ocurrido más o menos en el mismo período de nuestra juventud (yo tenía siete años más que Ernest), cuando ambos teníamos veintitantos. Esto era una especie de duplicado de nuestras historias personales, que un día descubrimos por casualidad y que discutimos con el interés de un investigador en una mesa tranquila al fondo del café de Deux Magots, su lugar favorito para las conversaciones serias como por ejemplo la lectura, en un susurro, de la primera poesía que había escrito después de la guerra. Recuerdo que, como agnóstica, yo tenía un punto de vista más racionalista que él sobre el suicidio considerado como un acto de libertad ?en mi mente y conciencia, se trataba de un posible acto permisible de liberación de cualquier cadena humillante que no permitiera ya una existencia con dignidad? y nuestra conversación terminó con la declaración mutua de que si alguna vez nos matábamos, el otro no sentiría pena, sino que recordaría que la libertad era tan importante en el acto de morir como en los demás actos de la vida. De este modo, años más tarde, no creí que la muerte de Ernest en Idaho, con aquel revólver grotesco, había sido un accidente como al principio se declaró oficialmente para desmentirlo sólo un año después a favor de una verdad más profunda. Yo había comprendido al instante que el disparo fatal había sido un acto mortal para guardar su libertad. Pero me sentí profundamente conmovida cuando me enteré de los lamentables detalles de sus últimos años, como aquellos ataques insufribles de dolor en un hombro que yo sabía (porque él me lo había dicho) que tenía un concepto estoico del dolor, que había sufrido con frecuencia en su vida arriesgada; y lo que era peor, al final se había dado cuenta de que sus facultades disminuían y de la amenaza de pérdida de la razón. La muerte de Ernest me conmovió profundamente porque murió en un estado de decadencia física y mental.
JANET FLANNER. PARÍS FUE AYER 1925?1939. EDICIONES GRIJALBO, S. A. PRIMERA EDICIÓN. IMPRESO EN BARCELONA, ESPAÑA 1974.