El 17 de octubre de 1797 se firmó la paz de Campo Formio. Con ella se terminaba la campaña italiana y Napoleón regresaba a París.
?Los días heroicos de Napoleón han terminado?, escribió Stendhal, pero el escritor se equivocó, ya que entonces empezaban los días heroicos. Mas antes de que Napoleón recorriera Europa entera como un cometa, que terminaría por inflamarse a sí mismo, ?se entregaba a una loca quimera, surgida de un cerebro enfermo?. Yendo y viniendo sin sosiego en su estrecha cámara, devorado por la fiebre de la ambición comparábase con Alejandro y se desesperaba por lo que no se había hecho. Entonces escribió: ?¡París me pesa como un manto de plomo! ¡Vuestra Europa es una topera! ¡Sólo en el este, donde habitan seiscientos millones de almas, se pueden fundar grandes imperios y realizarse grandes revoluciones!?.
La idea de valorar a Egipto como puerta de Oriente es anterior a Napoleón, pues Goethe anticipó ya la construcción del canal de Suez y le atribuyó gran valor político. Y antes aún, Leibniz esbozó, en 1672, un memorándum a Luis XIV indicando que la política imperial francesa debía desarrollarse precisamente en el sentido en que evolucionó más tarde.
El 19 de mayo de 1798, con una flota compuesta por trescientos veintiocho barcos, y llevando a bordo un ejército de 38 mil hombres ?casi tantos como Alejandro cuando partió para conquistar la India-, Napoleón embarcó en Tolón. Objetivo: ¡Egipto, vía Malta!
El plan era alejandrino. La aguda mirada de Napoleón también saltaba de Egipto a la India. La campaña en el mar era intento para herir mortalmente a Inglaterra en uno de sus tentáculos, a aquella Inglaterra que no se dejaba atrapar en el mosaico europeo. Nelson, almirante de la flota inglesa, surcó en vano, durante un mes entero, las aguas del Mediterráneo, y por dos veces tuvo casi ante su vista a Napoleón, pero las dos veces se le escapó.
El dos de julio Napoleón pisaba suelo egipcio y después de una marcha terrible a través del desierto sus soldados se bañaban en las aguas del Nilo.
Y el 21 de julio, en un crepúsculo matutino surgía ante ellos El Cairo, presentándoseles como una visión de los cuentos de Las Mil y Una Noches, con las esbeltas torres delgadas de sus cuatrocientos alminares con la cúpula de la famosa mezquita Djami-el-Azhar. Pero junto a esta plenitud graciosa, a los ornamentos de filigranas y las nieblas de un cielo mañanero, al lado de aquel mundo espléndido, voluptuoso y hechicero del islamismo se erguían, de la sequedad del desierto amarillo y frente a la muralla gris violácea de las montañas de Mokatam, los perfiles de aquellas construcciones gigantescas, frías, enormes y severas de las pirámides de Gizeh, una geometría en piedra, mudos y eternos testigos de un mundo que dejó de existir cuando el islamismo no había nacido.
Los soldados no tenían tiempo para entregarse al asombro y a la admiración. Allí se encontraba el pasado desaparecido. El Cairo era el porvenir brillante, pero ante ellos estaba el presente guerrero; el ejército de los mamelucos, formado por diez mil jinetes con una capacidad de maniobra y ejercicio admirables, montados en magníficos caballos que hacían brillantes escarceos, y al frente de ellos el flamante príncipe de Egipto, Murad, con veintitrés de sus beys, cabalgando en un caballo blanco como la nieve, y tocado con un turbante verde cuajado de brillantes. Napoleón, hablando, señalaba a las pirámides, y no solamente era el jefe militar quien se dirigió a los soldados, sino el psicólogo a la masa, el hombre occidental que se enfrentaba con la Historia Universal. Entonces fue cuando pronunció la famosa frase:
?¡Soldados! Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan?.
El choque fue terrible. No triunfó el entusiasmo de los orientales, sino que vencieron los cuadros perfectos de las bayonetas europeas. La batalla se convirtió en una matanza. El 25 de julio, Bonaparte entraba en El Cairo, y con ello parecía haberse hecho la mitad del camino hacia la India.
Pero el siete de agosto tuvo lugar la batalla naval de Abukir. Nelson, por fin, halló la flota francesa y la atracó con la furia de un ángel exterminador. Napoleón se vio cogido en la trampa y la aventura egipcia tuvo así su final.
C. W. CERAM. DIOSES, TUMBAS Y SABIOS. LA NOVELA DE LA ARQUEOLOGÍA. EDICIONES DESTINO. BARCELONA. QUINTA EDICIÓN 1958.