Invitación a la lectura
Se habían oído en Europa, en 1346, rumores de una peste temible nacida en China y llegada a través de Tartaria (el Asia Central) a la India, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto y toda el Asia menor. Hablaban de pérdidas tan enormes que, se contaba, toda la India había quedado disminuida, con territorios sembrados de cadáveres y otros totalmente despoblados. En Aviñón, el Papa Clemente VI estipuló 23 millones 840 mil defunciones. No teniendo noción del contagio, Europa se alarmó de veras hasta que los barcos mercantes transportaron su cargamento pestífero a Mesina, mientras otros, asimismo infectados, procedentes de Levante arribaban a Génova y Venecia.
La pandemia penetró en Francia desde Marsella y en el norte de África desde Túnez en el mes de enero de 1348. En embarcaciones de cabotaje y fluviales se propagó desde Marsella hacia el oeste hasta España, a lo largo de Languedoc, y hacia el norte, por el Ródano, hasta Aviñón, en donde brotó en marzo. Apareció en Narbona, Montpellier, Carcasona y Toulouse entre febrero y mayo, y al mismo tiempo en Italia, en Roma y Florencia, y sus comarcas. Entre junio y agosto alcanzó Burdeos y Lyon y París, se difundió en Borgoña y Normandía, y cruzó el canal de la Mancha desde Normandía al sur de Inglaterra. Desde Italia salvó los Alpes en el mismo verano, pasó a Suiza y se dilató por el oriente hasta Hungría.
En determinados territorios sembró la muerte entre cuatro y seis meses y desapareció, excepto en las poblaciones grandes, en las que echando raíces en los hacinamientos urbanos, se aplacó en invierno, reapareció en primavera e hizo estragos durante otro medio año.
En 1349 resurgió en París, se extendió a Picardía, Flandes y los Países Bajos, y fue desde Inglaterra a Escocia e Irlanda, así como a Noruega, en la que un barco fantasma cargado de lana y cadáveres navegó sin rumbo hasta que encalló cerca de Bergen. Desde allí se dirigió a Suecia, Dinamarca, Prusia, Islandia e incluso Groenlandia, Dejando una caprichosa laguna de inmunidad en Bohemia, y a Rusia a salvo hasta 1350. Aunque la tasa de mortalidad fue antojadiza ?en unos lugares acabó con un quinto de los habitantes y en otro con las nueve décimas partes o con todos-, el cálculo amplio de los demógrafos modernos, en lo que atañe al ámbito existente entre la India e Islandia coincide bastante con la fría apreciación de Froissart: ?Murió un tercio del mundo?. Su juicio, que compartieron sus coetáneos, se debió no a una conjetura acertada, sino a haber tomado en préstamo la cifra sobre la mortalidad de la peste que da San Juan en el Apocalipsis, guía favorita de los asuntos humanos en la Edad Media.
Un tercio de Europa equivaldría a unos veinte millones de óbitos. No se sabe a ciencia cierta cuántas personas murieron. La documentación contemporánea expresa horror, no datos precisos. Se relató que en la multitudinaria Aviñón perecían a diario cuatrocientos individuos; se clausuraron siete mil casas que la muerte había vaciado; un solo cementerio acogió once mil cadáveres en seis semanas; la mitad de los habitantes, se informa, falleció, entre ellos nueve cardenales ?un tercio del total- y setenta prelados de categoría inferior. La visión de la interminable procesión de carros fúnebres atizó la normal exageración de los cronistas, quienes cifraron el censo de defunciones aviñonesas en sesenta y dos mil (hubo alguno que anotó ciento veinte mil, a pesar de que la población total de Aviñón no llegaría probablemente a cincuenta mil almas.
Repletos los cementerios de la ciudad pontificia, hasta que se recurrió a las fosas comunes, los cadáveres se lanzaron al Ródano. En Londres las fosas sumaron tantas capas de cuerpos que rebosaron. Los documentos de todas partes cuentan que los apestados fallecían demasiado aprisa para que los vivos pudieran sepultarlos. Entonces se sacaban de las casas y se abandonaban a sus puertas. Cada amanecer revelaba nuevas pilas de cuerpos exánimes. De recogerlos se encargó en Florencia la Compagnia della Misericordia, fundada en 1244 para atender a los enfermos, los miembros de la cual llevaban vestiduras rojas y capuchas que ocultaban sus rostros, salvo los ojos. Cuando no dieron abasto los cadáveres se corrompieron en las calles días sin cuento. La falta de ataúdes hizo que se depositaran dos o tres en tablas, en las que se transportaban a los cementerios o a las fosas comunes. Las familias arrojaban en éstas a sus deudos o las inhumaban con tanta premura, y de modo tan somero, ?que los perros los desenterraban y devoraban?.
BARBARA W. TUCHMAN. UN ESPEJO LEJANO. EDITORIAL VERGARA, S. A. BARCELONA, ESPAÑA. SEGUNDA EDICIÓN 1980. TRADUCCIÓN DE JUAN ANTONIO LARRAYA.