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Selección de Emilio Herrera M.

Invitación a la lectura

La tan repetida alusión a la ?moza de circo? sobre el trono de los Césares descansa meramente en las narraciones escandalosas y sucias de Procopio, con harto gusto difundidas en sus memorias, saturadas de sañudo rencor, que escribió el apasionado historiógrafo de la corte de Justiniano. No se sabe todavía cómo explicar psicológicamente ese violento libelo contra el matrimonio imperial. Pero, lo mismo si procede de motivos personales que si obedece a interna necesidad de justificación, el libelo existe, y hemos de tenerlo en cuenta, sin tomar por moneda corriente todo lo que en él se relata; pero tampoco, sin considerarlo desde luego como una simple fantasía y maligna intervención, cual hizo Ranke. Lo que allí se nos refiere es probablemente una trama abigarrada de verdad y fantasía, como suele suceder en semejantes escritos tendenciosos. Bizancio no podía por menos de tener su crónica escandalosa y su escandalosa heroína.

No tendría objeto sacar a la luz aquí nuevamente como de las actas de un proceso escandaloso la licenciosa vida anterior de Teodora, tal como Procopio la describe. Eso es lo único que verdaderamente se ha hecho ?popular? de la historia bizantina, merced, por ejemplo, al drama de Sardou. Tampoco tendría objeto investigar el pro y el contra en esa cuestión. Bastante se ha hecho en ese orden sin llegar a ningún resultado. Preferimos tratar de resolver otra cuestión más fructuosa: la de cómo una se manifestó la vida de Teodora, emperatriz en relación con su conducta anterior, nada ejemplar, por cierto, y hasta qué punto, en el ocaso de su vida, presenta Teodora todavía rasgos de su juventud, y en qué medida su desarrollo ulterior se ofrece como una reacción contra los pecados juveniles.

Por este camino se deducirá mucho mejor, psicológicamente, lo que filológicamente no es posible explicar.

Si Teodora no hubiera sido lo que Procopio cuenta de ella, es decir, una cómica de circo, difícilmente hubiera sabido comportarse tan perfectamente en su nuevo papel de emperatriz, como realmente lo hizo. Si en su carácter nunca pudo negar su condición advenediza (y en esto fue el verdadero ?pendant? de su esposo), tampoco le fue difícil presentarse como protagonista en el teatro de la corte, con la misma seguridad con que antes se había presentado en el teatro del pueblo. Su primitiva profesión le sirvió de extraordinario auxilio. Ahora no sólo tuvo que ejercer de actriz, sino también de directora de escena, y ambas funciones las realizó de maravilla. Manifiestamente sentíase por completo en su elemento, y tuvo bastante qué hacer , tanto entre los bastidores como en escena. Inteligente y circunspecta como era, le cupo en suerte reunir todos los hilos en su mano, así de asuntos pequeños como de los grandes, y aún exteriormente supo la experimentada actriz hallar la manera de conciliar la gracia con la dignidad. Dormía mucho y tomaba muchos baños para conservar la frescura, ya menguante de su cutis. Mantenía en todo su vigor, con ostentación de advenediza, el ceremonial cortesano. Rodeábase de brillante séquito. Hacía calculadamente, que los admitidos a audiencia aguardasen largas antecámaras, y luego se arrojasen en el suelo ante ella y le besasen la púrpura. En suma, supo imponer respeto.

Después de haber ?debutado? brillantemente comenzó, pues, a distribuir los papeles. En esto procedió con desconsideración arrolladora.

Su especialidad eran los asuntos de matrimonio y divorcio. En una familia principal había dos viudas jóvenes, demasiado alegres, cuyas andanzas eran motivo de escándalo. Teodora lo supo y decidió volverlas a casar, pero al mismo tiempo castigarlas por su licencia, señalándoles maridos de baja estirpe (de los cuales Teodora conocía muchos). Las dos hermanas escogieron el asilo de la iglesia de Santa Sofía. Pero al fin tuvieron que aceptar su destino. De todos modos, éste les fue aliviado en el sentido de que la emperatriz elevó los nuevos maridos a cargos principales y honrosos.

También a una sobrina de Justiniano, que había tenido una aventura con un apuesto oficial armenio, la casó rápidamente con otro, para ponerla de esta suerte a salvo.

K. DIETERICH. FIGURAS BIZANTINAS. TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN POR EMILIO R. SADIA. REVISTA DE OCCIDENTE. MADRID. ESPAÑA. 1927.

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