En 1815, a uno y otro lado del Atlántico, existía perfecta y absoluta conciencia de las diferencias esenciales que separaban a ambos mundos.
Europa era reaccionaria, y América, democrática. Terminadas las guerras napoleónicas, Europa se encontraba vieja y extenuada; en cambio, América era joven, se sentía llena de vida y rebosaba dinamismo. Europa consideraba con cierta mezcla de desdén y envidia a aquel nuevo mundo, al que casi ignoraba; a mayor abundamiento, y por su parte, América observaba a Europa con antipatía y desconfianza.
No deja de ser interesante recordar algunas opiniones de las personalidades de aquella época: ?Europa ?decía el ministro americano de Asuntos Exteriores, John Quincy Adams? ha sufrido tremendas convulsiones durante más de treinta años. Casi todas las naciones europeas o bien han invadido a otras o han sufrido la invasión; grandes y pequeños estados han desaparecido del mapa y a las revoluciones han sucedido las contrarrevoluciones. Desde este lado del océano, hemos sido espectadores de todo ello a respetable distancia y jamás hemos disimulado los objetivos de nuestra política: evitar a toda costa cualquier intromisión de la política europea?.
Un periódico afecto al gobierno francés afirmaba en aquel entonces que ?Monroe es en la actualidad el presidente de una república situada en la costa oriental de América del Norte. Dicha república limita al sur con las posesiones del rey de España y al norte con las colonias de la Corona de Inglaterra, y su independencia ha sido reconocida hace apenas cuarenta años?. El periódico sacaba la conclusión de que los Estados Unidos nunca podrían pretender desempeñar ningún papel importante en la política internacional.
John Quincy Adams designado ministro de Asuntos Exteriores en 1817, cuando James Monroe fue elegido presidente, era un hombre de un carácter extremadamente grave, de religión puritana, metódico, aplicado y de una escrupulosa corrección.
No dejaba paso a la aventura, ni en su vida privada ni en su actuación pública, y calificaba su propia actitud de ?inflexible, fría y reservada?. Cuando los diplomáticos extranjeros se desencaminaban lo más mínimo, sabía abrumarlos con hirientes sarcasmos. Ni ellos le apreciaban ni tampoco los propios americanos.
No obstante, Adams profesaba auténtico amor a su pueblo, aunque no inspirara ninguna simpatía; era un hombre solitario, laborioso e infatigable, a quien únicamente preocupaban sus libros, sus documentos diplomáticos y su grandioso proyecto que había forjado. Adams no soñaba más que en el Oeste americano, en los inmensos territorios que se extendían en la vertiente occidental de los Alleghanys, a un lado y al otro del Mississippi y del Missouri y más allá de los grandes ríos. Presentía la América que, de una a otra orilla, constituiría algún día los extensos Estados Unidos a nivel continental.
El grandioso sueño de Adams se realizaría. El más importante capítulo de los comienzos de la historia norteamericana, después de la independencia y de la guerra de 1812, es el ?nacimiento del nuevo Oeste?.
HISTORIA UNIVERSAL. REVOLUCIONES Y LUCHAS NACIONALES. CARL GRIMBERG. EDICIONES DAIMON, MANUEL TAMAYO. PRIMERA EDICIÓN MÉXICO, MARZO 1984.