El San Bernardo es considerado el salvador de hombres en la nieve, sin duda alguna es el máximo coloso de la cinofilia, un cachorro pesa al nacer de 500 a 700 gramos y empieza a ganar peso a una velocidad sorprendente, pues ganan una media de ocho a diez kilogramos por mes, para los seis meses está por encima de los 60 kilos, llegando a pesar estos ejemplares más de 100 kilogramos.
La patria de estos perros es el hospicio de San Bernardo, (nombre que recibe esta raza por la orden religiosa que inicialmente lo cuidaba), situado en el desfiladero de una montaña sumamente triste. Allí reina el invierno por espacio de ocho meses consecutivos y, aún en medio del estío, se hiela el agua todas las noches. Se diría que existe allí algún genio destructor que reclama todos los años cierto número de víctimas.
Además del instinto y el entrenamiento de estos animales, los impulsa a emprender correrías por la orilla de los barrancos y los abismos de la montaña; si encuentran a un hombre helado, vuelven al claustro corriendo con extraordinaria rapidez, ladran fuertemente y conducen a los monjes hasta el infeliz viajero.
Si encuentran al paso alguna gran masa de nieve, la olfatean mucho tiempo para asegurarse que no se encuentra alguna persona herida, y si observan alguna huella humana, escarban con sus vigorosas uñas y robustas patas hasta descubrir al peregrino enterrado.
Numerosas anécdotas nos muestran que además de magníficos perros de salvamento, los San Bernardo eran también buenos custodios del hospicio. A principios del pasado siglo, unos bandidos pidieron hospitalidad, simulando ser viajeros, en el convento de los monjes de San Bernardo. Cuando llegó la noche se reunieron y, armados exigieron al superior todo el dinero que hubiera en la caja conventual. El fraile no perdió ni por un momento la serenidad, trató de convencerlos de su mala acción, alegando las buenas obras y los servicios alegados por la orden. Pero en vista de que los ladrones no daban señales de arrepentimiento, simuló llevarlos al escondrijo del tesoro, si bien, en realidad los condujo al lugar donde reposaban los perros. Éstos, al oír las voces irritadas del prior, atacaron a los bandidos que a duras penas lograron huir seriamente heridos.
Si existe un San Bernardo cuyo nombre merezca escribirse en letras de oro es sin duda ?Barry?, a quien se atribuyen más de cincuenta rescates.
Vivió entre 1802 y 1814, doce años en los que no dejó ni un solo día de patrullar en busca de desvalidos a los que ofrecía su auxilio. Su celo era extraordinario y su valor inigualado. No bien se anunciaba una tormenta o aparecía en el cielo un nubarrón precursor de la nieve, se mostraba inquieto, agitado. Nadie era capaz de retenerlo en el convento, y aprovechaba cualquier coyuntura para escapar hacia el exterior. Visitaba entonces todos los lugares peligrosos, salvando leguas del mal camino. En una de estas salidas encontró, en una gruta de hielo, a un niño extraviado y medio muerto de frío, sumido ya en el sueño que precede a la muerte. ?Barry? lo lamió reiteradamente hasta que logró despertarle. Entonces pudo darle a comprender que se subiese sobre su lomo, bien agarrado al cuello y, con esta preciosa carga encima, regresó al convento.
?Barry? murió de los golpes de un peregrino, que perdido en la nieve y atemorizado, lo confundió con una alimaña cuando el perro acudía a socorrerle, el noble perro no quiso defenderse y un bastonazo certero en la cabeza lo dejó moribundo. Los religiosos trataron de salvarle y se le transportó al hospital de Berna, mas todo fue inútil. El gran amigo del hombre murió a manos del hombre. Tras su muerte su cuerpo fue disecado y como homenaje a su valor se conserva en el Museo de Ciencias Naturales de Berna.
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