Afortunadamente todo pasa. Por muy largas que sean cinco horas: tres utilizadas por los diputados para sus desahogos y dos de lectura presidencial, esta práctica pasa, igual que el Sol o la Luna, el día o la noche, con la ventaja para todos de que no ocurre diariamente sino sólo una vez al año y con ella tenemos bastante. Con menos tiempo, el señor Presidente no podría decirnos lo que quiere que conozcamos de su labor; más, no le soportaría el público que, por curiosidad enciende la tele desde una hora antes para acabar desilusionado de sus representantes que utilizan ese tiempo sólo para criticar la labor del señor Presidente, principalmente, pero, también para cometer una serie de burradas contra las propias leyes que, en su momento ellos mismos aprobaran.
Las dos voces sensatas que se esucharon antes de la lectura del informe fueron las de los diputados señores Zermeño y Beltrones, todas las otras fueron un chasco, de tal manera que, después de oírlas los radio y teleescuchas se sintieron decepcionados y se preguntaban si los dueños de ellas eran sus representantes.
Todos ellos, los diputados, deberían haber recordado en esta ocasión aquel cuento de Tolstoi que seguramente escucharon en su primaria y que habla de un perro muerto tirado en plena calle de un pequeño pueblo. Según iban pasando por allí los habitantes de aquel poblado y veían al perro muerto, despotricaban sobre aquel espectáculo. Todo les parecía criticable en el can sacrificado: la falta de raza, lo feo, lo sucio, en fin, todo, hasta que, con asombro y vergüenza de los allí agrupados se dejó escuchar una voz elogiando la blancura de los dientes del animal, que ni la muerte pudo opacar. Más exigentes y montoneros, que los habitantes de aquel pueblo imaginado por el escritor ruso, nuestros diputados, llevados de un encono unánime fueron incapaces de encontrar en su ánimo una sola opinión favorable para quien dirige nuestro destino, que valiera si no para decirla, para no denostarlo.
Pero resulta que nuestros señores senadores que no pudieron verse, ni oírse como en aquellos momentos, gracias a la magia de la televisión, los veían y oían sus representados, estaban siendo peor, en aquel instante, que lo peor que ellos afirmaban era nuestro y su Presidente, pues lo que de él decían lo decían en su ausencia, y eso es cobardía. Como decía Gohete: “El cobarde sólo amenaza cuando está a salvo”.
Esto de la lectura del informe anual se está volviendo una verdadera pachanga y ya se debe pensar si puede hacerse bastar con la sola entrega del mismo. Para convertirse esta solemnidad en el alboroto que todos hemos visto y que nos lleva a preguntarnos si, efectivamente, aquellos perturbadores son quienes defienden nuestros intereses, más vale que se termine con tal acto y la lectura se haga desde palacio, o bien en la Cámara, pero que nadie entre en ella sino a la hora en punto en que la lectura vaya a empezar. Y es que, lo que hemos visto y escuchado y que seguramente vio y escuchó buena parte del mundo es verdaderamente bochornoso.