Poco a poco, el mundo se ha venido echando a perder olvidando costumbres que no tenía para qué. Escribir cartas familiares ha sido una de ellas. Y no me vengan ustedes con que el teléfono, tan a la mano, suple aquella usanza con ventaja, porque no es cierto. Y si no, la próxima vez que escuchen a un familiar hablar con otro lejano observen y verán que al que escuchan todo se le va en reír. Las cartas familiares eran cosas muy serias y muy bien pensadas. Si lo serían, que las familias sabían cuando iban a recibir cartas de este o aquel familiar, por la sencilla razón de ser martes o viernes o el día equis. Y no fallaba. A la hora correspondiente de la mañana o de la tarde el cartero llegaba con su gran valija de cuero colgada al hombro y la carta en la mano, avisando unos pasos antes soplando su silbato. ¡El cartero!, decían todos dentro y los más jóvenes competían por abrir la puerta y recibirla en propia mano.
Cartas había que eran verdaderas obras literarias, escritas sin prisas, pensándolas bien; otras estaban llenas de gracia, todas con ese amor familiar que, no obstante la distancia, mantenía tan cercanos a los familiares que era como si no se hubiesen separado jamás. Primero la leía aquel o aquella a quien venían dirigidas, luego otro y otro y más tarde, a la hora de comer o de cenar, uno en voz alta lo hacía para toda la familia. ¡A ver si eso se puede hacer con una llamada telefónica! Como se decía en aquellos tiempos: ¡Ni yendo a rezar a Chalma! Y luego se conservaban para los restos, en tanto hubiera algún familiar que identificara al remitente y platicara sobre él.
La ausencia de este tipo de cartas, que serían millones en todas partes, ha vuelto flojo al correo, que entonces ponía, por ejemplo, de la Ciudad de México o de la frontera, a aquí una carta en una semana y ahora necesita para ello quince días.
Aquel saber en qué día se recibiría carta de este o aquel familiar servía, además, al receptor para preparar el ánimo y así lo hacía, con lo cual se lograba que ocurriera lo que su autor quería al ponerse a escribirla, que era llevarle felicidad.
Pero, igual que se sabía cuando llegaría carta de este o aquel familiar, tocaba contestarle: Hoy tengo que escribirle a Fulano o Zutano. Era igual que lo de las visitas a familiares y amigos. Nada se dejaba al azar. A los que se quería, tal día tocaba visitarlos, única manera de cultivar su cariño o su amistad, en caso de los amigos. Nunca se aprovechaban los encuentros fortuitos como no falta quien ahora lo haga, para dar un pésame o felicitar, en plena calle, por algún buen suceso.
Lo mejor de la correspondencia no es su lectura al recibirla, sino el guardar la carta recibida y volver a releerla años después, varias veces en tanto se viva.