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Pequeñeces/Circos

Emilio Herrera

Beas es el primer nombre de circo, que después sería Beas y Modelo, que se me viene. No el primero que viera, que fue otro más pequeño que a principio de los años veinte se ponía en la esquina de Cepeda y Allende, entre ésta y el primer tajo que sepultó, después, el bulevar Independencia. Allí se ponían también pequeñas carpas de títeres y los “fantoches humanos”.

Pero el circo Beas fue el primer circo grande que yo viera, necesitaba mayor espacio y se ponía, fuera de vías, por la antigua Estación. El circo traía de todo. Payasos, por supuesto, pero también, trapecistas, malabaristas y animales salvajes, lo que quiere decir que no le faltaba su domador de leones, de osos y de tigres, amén de los de perros. El acto en que el domador metía la cabeza en aquel león que se parecía al de la Metro Goldwin Mayer, así de viejo, a pesar de eso no dejaba de meter miedo al público, que temía que una especie de estornudo del animal, por viejo que fuera, podía hacer que se quedara, sin querer, pues de comer le daban bien, con la cabeza del domador dentro del hocico. Afortunadamente para nosotros nunca lo vimos en tales funciones, pero sí supe que algo así pasó años después en otro de los grandes circos extranjeros que llegaban a la capital. Y es que no todos los leones de circo pueden ser leones tranquilos, también los habrá nerviosos y hasta asesinos como el que cerró su boca en el momento más inconveniente en aquel circo.

Los circos, con el tiempo han cambiado mucho. El que acaba de estar aquí o todavía está en sus últimos días en nuestra ciudad, apenas si le queda parentesco con aquéllos de los años veinte a que me refiero. Sí traen perros, pero, qué perros; sí traen malabarista, pero, con todo y ser tan buena como aquellos grandiosos hermanos, el nombre, el nombre se me va en una de sus volteretas, ¡No!, ¡Esqueda!... lo que de ella queda al público como recuerdo definitivo es su hermosa y larga cabellera ondulando en el aire.

Y así el espectáculo, de circo sólo tiene las instalaciones y eso apenas, pues del lugar donde se asientan desaparece el polvo, la tierra, que quedan cubiertas con una capa de piedrecillas que protege de todo ello el calzado de los espectadores desde que se acerca al sitio. Dos espectáculos destacan en este nuevo concepto de circo: el mago, que hace verdaderas maravillas con la rapidez de sus manos y la casi ceguera de quienes vamos, que no vemos sino lo que él quiere y todos salimos preguntándonos: ¿Cómo le hará? El otro es su grupo de bellas mujeres bellas, que haciendo solos o trabajando en grupo le dejan al espectador la última e inolvidable visión del espectáculo con la uniformidad del movimiento de sus piernas largas y su vestuario.

Como no se puede hablar de circo sin mencionar al elefante, éste sale alguna vez, fugazmente, más que nada para que lo vean los niños. El elefante ha de ser asiático. pues al africano dicen que no hay domador que los dome. Allá los que de ello vivan.

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