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Pequeñeces/Desde mi ventana

Emilio Herrera

Antes de que mis mayores me soltaran de la mano, es decir, antes de que me llevaran, de la mano, por supuesto, a párvulos, que no a eso del kinder, en lo que vino a quedar el famoso kindergarten que apareció por entonces, yo me pasaba las mañanas en la ventana de nuestra casa de la Allende, a una cuadra del primer tajo, de dos, que años después se convertirían en lo que hoy es el bulevar Independencia.

Por aquel tramo de la Avenida Allende todo mundo, el mundo que era Torreón en los años veinte, tenía que pasar algún día, pues era el camino al Panteón Municipal, único entonces. Infalibles por la mañana eran dos caballeros: don Ángel Meraz y uno de los Lack, uno a una hora y otro a otra; sus cabalgaduras eran preciosas; don Ángel montaba a la mexicana, a la inglesa el señor Lack.

Otro que tampoco fallaba era un trastornado mental por causa de la marihuana y así era conocido: “El Marihuano”. Siempre pasaba frente a mi ventana corriendo, pero un día, no pudiendo más, quién sabe desde dónde vendría, allí se cayó y se quedó dormido, con la mala suerte de que donde quedó había un hormiguero y un tiempo después se levantó dando de gritos, sacudiéndose, picado por las hormigas que se le habían metido por todas partes. Un día pasó un desconocido que, al mirarme allí atrás de las rejas de la ventana, como preso, sonriéndose, sin detenerse, me apuntó como si su mano fuera una pistola y dijo ¡pum! siguiendo su camino. Al día siguiente volvió pasar, pero yo, que lo había visto antes, le pegué un grito a mi tía avisándole: ¡Aquí viene el que me mató ayer! Y, claro, ese día ya no se atrevió a matarme.

Desde aquella ventana tuve mi primer contacto con la muerte, pues, por la Allende pasaban todos los entierros. Los de gente cercana, pasaban cargando todavía entre los familiares los ataúdes; los que venían de más lejos ya venían dentro de las carrozas, seguidos algunos de familiares y amigos todavía a pie. Así aprendí que los hombres unos más temprano otros más tarde, todos moríamos.

También pasaban los convites taurinos, con los toreros sentados en automóviles descapotados. La Plaza de Toros estaba entonces, precisamente al poniente, al final de la Allende y desde mi ventana vi a los grandes toreros de entonces, al propio Gaona, a Silveti, y otros.

Tres cuadras más al poniente había un mercado al que, por comparación con la Alianza o con el Juárez, le decían “El Mercadito” y una mañana no faltó quién hiriera en el vientre a un carnicero que allí tenía su negocio, de tal manera que se le salieron las tripas que el pobre hombre alcanzó a atrapar entre sus manos y por mi ventana, que a esa hora le daba la sombra, pasó caminando por sí mismo con su mortal carga, seguido de un montón de gente, rumbo a la cárcel que entonces estaba por la Abasolo, atrás de la Escuela Centenario, para poner su queja, o qué sabía yo.

Cosas como éstas son las que yo veía pasar frente a mi ventana de la Allende a los tres o cuatro años, recuerdos que me provocó un vecino de fila en una de las colas que suelen hacerse en Torreón por esto o por aquello.

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