Aquí vamos, Elvira y yo, con Miguel Ángel y Perla, nuestros anfitriones en este viaje cuyo destino es Mazatlán, esa playa que allá por los cincuenta Lacedonia o Miñarro, o ambos, dijeron era La Playa de la Laguna y acertaron porque, ¿qué lagunero no la ha visitado y disfrutado una y más veces?
A Elvira el mar le apasiona verdaderamente, a mí me gustaría más si el Señor nos hubiera dotado, como a Jesús, con la facultad de caminar sobre las aguas, caminar es mi inclinación, a pesar de que empiezo a no poder hacerlo largo tiempo, pero, tampoco quiso darles alas a los alacranes ni a nosotros eso. Él sabría por qué.
El mar a mí me resulta demasiado grande, no puedo negar la cruz de mi parroquia, y la parroquia acuática de mi adolescencia y juventud fue la Alberca Esparza, hermosa e inolvidable, pero pequeña como lo que era, en la cual nadie podía dar dos brazadas en las mismas gotas de agua, pues ésta sólo pasaba por ella para cumplir su destino final que era regar las labores agrícolas de su dueño.
El mar es otra cosa, la inmensidad en pleno y sólo de saber que voy una vez más a su encuentro sé que alguna tarde estaré sentado en medio de aquella luz infinita cuando de pronto, recordaré aquellos versos de Alberti que me van a decir esta verdad tan grande como un templo: “Han pasado los años por mí, sus duras olas / han mordido la piedra de mi vida / y al viento de este ocaso playero ya la miro / doblándose en las húmedas arenas. / Tú, no; tú sigues joven, con esa voz de siempre / y esos ojos azules renovados / que ven hundirse, insomnes, las edades”.
Volveré la vista al mar y en él veré a mis tres jóvenes acompañantes: Miguel Ángel, Perla y Elvira -saltando y gritando o nadando, dentro del mar–.
Y también esto sólo será, la vida que pasa.
