EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Pequeñeces/El pasado

Emilio Herrera

Lo que pasa es que cuando voy al Centro veo en él cosas que los otros no ven, pero que están allí, muertas de calor o de frío, esperando a que un día llegue yo y las vuelva a ver y entonces como que sonríen sabiéndose vivas otra vez.

Yo vuelvo a ver, por ejemplo, en la esquina de Juárez y Cepeda la antigua cantina, quizá Coahuila, ¿qué más da el nombre si ambos nos recordamos?, ella con aquellas su barra y contrabarra de película, con grandes espejos belgas en los que me sigo viendo sentado encima de la primera con un refresco al lado que no tiene que ser y no es Coca, sino cerveza de raíz cuya etiqueta muestra un brazo doblado, haciendo “conejo”? El piso de grandes mosaicos negros y blancos y la plática de viejos conocidos entre el cantinero y mi tío como que concuerdan en medio de un silencio que a aquella hora, acaso las 11 de la mañana, no rompía el ruido callejero de los coches de sitio de caballos apostados en sus lugares de la Plaza de Armas.

Contra esquina de esta cantina estaba el Banco de la Laguna y enfrente de ella el negocio mercantil de don Pedro Jaik que por las mañanas no abría antes de dar, en plan de ejercicio, unas cuentas vueltas a la plaza, en tanto mujeres enrebozadas la atravesaban unas de regreso de las misas de siete y los hombres en pos de sus trabajos comerciales.

En el 26 se estaba terminando el Edificio Arocena, que así cerraba, orgullosamente, nuestra principal manzana del Centro en la que la cantera campea por sus respetos. Las calles todavía no conocían el pavimento y fuera de las banquetas, todo era tierra y más tierra, polvo y más polvo. Por eso nuestras polvaredas fueron terribles y los visitantes que les tocaba una en suerte no querían saber más ni de ellas, ni de nosotros.

Eran los tiempos en que los automóviles se contaban con los dedos de las manos y no diré que sobraban dedos, pero tampoco faltaban muchos, y todos sabían de quiénes eran los pocos que había, entre los cuales los negros Ford eran los más. Mi tía Emilia quiso aprender y a escondidas de mi tío Manuel, comprometió a José, el chofer a que le diera las primeras clases para lo cual se fueron a la Alameda, que ya era lejos entonces y a las primeras de cambio trató de subir con él en un árbol. Se olvidó de manejar y siguió estudiando piano, era menos peligroso. Con los automóviles a mi abuela paterna le fue peor, pues una mañana atravesando la bocacalle de la calle Acuña para llegar al viejo Mercado Juárez, uno que por allí andaba aprendiendo a manejar a esas horas la atropelló y si no le quitó la vida le dio algo peor: once años de cama que gracias a los cuidados de su hija terminó sin una llaga en el cuerpo. Así eran las hijas de antes.

Y luego nos quejamos del tránsito de ahora. Proporcionalmente el de entonces era poco, pero igual de peligroso.

Personajes inolvidables en aquel Torreón, los gendarmes, con su lámpara de petróleo, su garrote y su pito de barro.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 111271

elsiglo.mx