Después de ochenta y seis u ochenta y siete años de haber vivido aquí sigo teniendo miedo de la proximidad de algunos domingos y no se diga de esos que se ligan con días festivos, como si no fuera suficiente hacerles frente a ellos solos.
Todas las calles son agresivas, casi enemigas y no hablemos de las bocacalles cuyo problema se agrava con los semáforos que, como hoy mismo me decía el taxista que me trajo a casa, siempre tienen a uno de Tránsito detrás, con su silbato y todo, dispuesto a negociar y llegar a la transa diaria, que es su verdadero negocio al que le da derecho el uniforme que viste. Y no se diga que eso era antes, porque, la verdad es que, el ayer tiene un poder de sobrevivencia sorprendente.
Las bancas, pues, de plazas, plazuelas, alamedas y parques son una especie de salvavidas que los Ayuntamientos han ido construyendo y conservando, para que los habitantes de las ciudades en su desesperación de víctimas de las calles y avenidas recurran a ellas hasta recobrar la respiración.
Antes, cuando todas ellas eran de madera, los respaldos y hasta los asientos en ocasiones, estaban llenos de nombres femeninos, sin que eso hable mal de tales sitios, pues tal inclinación se nota algunas veces en las bancas de las propias iglesias que harán algunos feligreses cuando no entendiendo las homilías, no tienen mejor cosa qué hacer.
La Semana Mayor con “sus siete domingos”, uno tras otro, cuando la ciudad en la que se vive no se abandona y hay que dormir diario en ella, es ya castigo del Señor por nuestros pecados o de los de otro, que nunca se sabe. Algunos que no saben lo que dicen, dicen eso, que la semana debería estar hecha de siete días de descanso, sin agregar y en eso radica su ignorancia, que con las bolsas llenas de dinero, fuerte el corazón y la cabeza llena de imaginación, pues sin todo eso el descanso sólo es el peor de los castigos. Mejor es trabajar hasta el cansancio, es decir hasta que la frente sude.
Y ahora todo esto es peor que antes –recuerda que estamos hablando de ochenta años de diferencia-, porque antes había la costumbre de caminar y hoy sólo caminan los que extienden la mano, así que cuando los demás tienen que hacerlo de inmediato se nota su torpeza y su peligro de ser atropellado o de perdido injuriado por los conductores: “Fíjate, menso” y cosas peores, aumenta.
En aquel entonces los habitantes de nuestra ciudad se conocían casi todos. Con haber crecido tanto éramos tan pocos que el doctor Silva hubiera podido pararse en una esquina de la plaza o del mercado y saludar a todos por su nombre, como decían que hacía Menelao en sus años felices, cuando Paris todavía no venía a alborotarle a Helena.
En fin que nuestra ciudad con tanta calle, hoteles y edificios como ahora tiene se va volviendo cada día más admirable, pero, también más sofocante y peligrosa.