La siesta, ese tiempo destinado para descansar y hasta para dormir, después de comer, es una de las buenas cosas que se nos han perdido en esa locura de la prisa que nos inficionó a todos el siglo anterior. Fue uno de los bienes, no que le envidié sino que aspiré a heredar de mi tío Manuel.
Otras fueron despertar tarde, leer “El Siglo” en la cama y desayunar allí mismo, (como entonces hacían en todas partes, todos los que se respetaban a sí mismos, Churchill por ejemplo, aunque él lo que leía era el “Times”); no se me hizo, porque cuando pude haberme iniciado, prácticamente el trabajo me devoraba a diario; por las noches me dejaba en la cama más muerto que vivo para que el sueño hiciera su labor de resucitarme a oscuras, como el amor, que es la otra manera de hacer volver a la vida a los trabajadores.
Ahora la siesta, como que nos avergüenza porque los creadores de empleos le han dado patente de flojera a quienes hacen esfuerzos por practicarla.
Los norteamericanos, por ejemplo, serían incapaces de poner en sus escaparates algún aviso diciendo que están descansando y sin embargo, hace apenas un par de años todavía pude ver en un aparador comercial de Sevilla, España, un letrero que, con toda cortesía avisaba a sus clientes no volver de haber ido a dormir la siesta sino hasta las cuatro de la tarde.
Y es que esa costumbre de la siesta, como la del café, pertenecen a pueblos y hombres felices. O al menos, a hombres y a pueblos que obtienen fácilmente la felicidad por radicarla más acá, o más allá, pero mucho más allá del dinero. El café, por ejemplo –a unos les gusta bien cargado y sin azúcar, a otros bien almibarado, inclusive hay quien lo prefiere con sal, ¿verdad, Manuelito?, pero a todos sin leche –ahuyenta el sueño, despierta los recuerdos, aviva la memoria y aguza el ingenio. Y alrededor de una mesa la charla va de un lado a otro enlazando amistades macizas y cordiales.
Por supuesto hay quienes miran esta costumbre del café –no de cualquier hora, que ha de ser el de las once de la mañana o el de las cinco de la tarde– como una pérdida de tiempo. Éstos son aquellos que tampoco le conceden rango a la siesta y para los cuales “el tiempo es oro”, nada más y para los cuales las guerras son preferibles a la fraternidad.
Hablando de lo mismo, pero de otras cosas, algo que yo creo que se nos ha perdido, aunque a lo mejor sea sólo que ya no entro a tantas casas como entraba antes, porque la mayoría de mis amigos fueron más impacientes que yo y se fueron ya a donde sea que uno se vaya al terminar aquí, son las mecedoras. Creo que es un mueble descontinuado. Fue una especie de hamaca de tierra. Sus pies eran semicirculares y por las noches eran las primeros en ser sacadas a las calles de esta ciudad, frente a las puertas de las casas, por la primera en ganarlas, que luego, a lo mejor, las cedía al esposo o al padre, pero que, de todas maneras, propiciaba a su usuario una especie de siesta hablantina, antes, por supuesto de la radio y no se diga de la televisión.
Las mecedoras propiciaron en nuestra ciudad naciente, dentro de casa, en las salas o en los jardines, la lectura terminal de “El Siglo” que no se concluía en el desayuno o en el almuerzo. Su vaivén, durante el día, le quitaba gravedad a la vida y sus problemas. No era lo mismo sentarse en sillas, eso era para las pláticas graves. Los padres usaban las mecedoras cuando lo que tenían que decirse era alegre; el último chiste de las comadres, pongamos por caso, pero si usaban las sillas, o el chico iba más que mal en sus estudios o la hija había dado el temido mal paso.
Las siestas y las mecedoras, son algo que si no se ha perdido del todo, siguen un camino que las va a perder y del cual no hay quién las salve.