¿De dónde viene soplando ese aire que ha enloquecido a no pocos laguneros (creo que cuarenta y cinco, en lo que va del año, y uno que fuera) metiéndoles en el coco la idea indomable de quitarse la vida? ¿Qué hay con la vida? ¿Qué tiene de malo? Y, sobre todo, por qué la impaciencia, si todos sabemos que nadie que haya nacido puede evitar la muerte? ¿Por qué no conformarse con esa muerte diaria en brazos del hermano de la muerte que es el sueño? ¿Cuántos son los que resistieron por sólo veinticuatro horas esa tremenda tentación de quitarse la vida para encontrarse con que el día siguiente les cambió la vida? ¿Quién puede decir con seguridad que la vida no tiene para él otra oportunidad?
Clive de la India, inglés de nacimiento, entiendo que fue uno de ellos. Se moría a diario en el escritorio de una oficina, cuando un día escuchó el vocerío de una marcha de revolucionarios, la curiosidad le llevó a la calle para verla y, cuando se volvió a dar cuenta de lo que pasaba ya la encabezaba.
Cosas así o más creíbles, menos increíbles, han pasado en todas partes. San Pedro, dudando a diario de dónde debería echar sus redes para sobrevivir, tanto que, como a tantos, le daría lo mismo sobrevivir que morir, ¿pensaría alguna vez que su vida acabaría siendo la que fue? Imposible. ¿Entonces, por qué la ansiedad? ¿Por qué no darse a sí mismos, como los fumadores que quieren quitarse el vicio, un día más para hacerse algunas preguntas y dejar de pensar en la muerte?
Cuarenta y tantos son pocos y son muchos al mismo tiempo. Es tiempo de que se vayan descubriendo a sí mismos, de que se vayan buscando, localizando y empezando a reunirse, como los alcohólicos para platicar de sus tentaciones, lo que les acercará y llegará a salvarse. Podrán visitar juntos la Plaza, la Alameda, el Bosque, sentarse en una banca y ver la ciudad, verán que a determinadas horas tales sitios se llenan de vida y se vuelven hermosas de verdad.
La soledad vuelve hostil a las ciudades, Torreón incluida. Pero hay que poder con ella. Aquellos que se sientan atrapados por la idea del suicidio, particularmente los jóvenes, ¡Porque ha habido jóvenes! deben mezclarse de inmediato con la gente, sentirse arropados por multitudes, no para hablar con ella, cosa difícil, sino para sentir su calidez humana.
¿No fue Voltaire el que dijo que este es el mejor de los mundos posibles? Es mejor pensarlo así, para no darle la menor oportunidad a otro que a lo mejor no existe. Y sobre todo, ¿por qué seguir el ejemplo de Judas, colgándose de una viga como aquél de la rama de un árbol, arrepentido de haber vendido a su Maestro, a Jesús, a un hombre bueno cuando, todos los suicidas que aquí han sido eran incapaces de ser traidores y, al contrario, acaso ellos fueron traicionados por la sociedad?
El temor a la muerte, dejó dicho Lucrecio, inspira con frecuencia a los hombres un tal odio a la vida y al espectáculo de este mundo, que llegan a darse muerte en un acceso de desesperación, olvidando que el origen de sus males es precisamente el temor a morir.