“Gloriosamente exhibe / su líquida esmeralda / el inmortal Caribe . . .” Definitivamente, poco habrá para el ser humano, trabajar, por ejemplo, tan satisfactorio como viajar. En eso anduvimos, Elvira y yo, por cortesía de nuestra hija Lupita y de Vidal, su esposo, desde que usted y yo no nos hemos encontrado en esta página.
No me quejo de lo que del mundo he visto, que para eso su Creador hizo grande y diverso; pero, la verdad, ni por aquí me pasaba la probabilidad de conocer San Juan de Puerto Rico, a donde sus descubridores españoles, franceses, alemanes, ingleses, norteamericanos, fueron llegando a lo que entonces iban todos: a llenar de oro sus manos, sus bolsas y sus talegas. Hoy su calle principal está llena de joyerías, una tras otra, por varias cuadras y barcos como el que nosotros viajamos trae a diario visitantes ávidos más que del paisaje, incluido el balconaje de hierro labrado de aquellas casas, de adquirir la joyería que exhiben sus comercios.
Acaso porque están remozando todo aquello, este pueblo me da la impresión de ser uno de aquéllos de los que Potemkin improvisaba cuando a Catalina la Grande se le ocurría pasear por el interior de Rusia. Todo se ve así de nuevo en esta parte de la ciudad.
Sin embargo, saliendo de aquello e internándote por otras calles vas a dar a una placita construida frente a una iglesia seguramente por sus primeros pobladores. En la cuadra de enfrente hay más comercio y mientras Lupita, Vidal y Elvira van a curiosear, yo les espero sentado en una de las bancas de aquella plaza. A poco pasa un señor por allí con una bolsa de pan desmenuzado que riega en el suelo, y, no sé de dónde salieron, pero, en un momento aquello se llena de palomas. Un gendarme descansa recargado a un gran cañón, seguramente histórico, que se exhibe cerca de la esquina y a poco llega a saludarlo con cierta confianza una jovencita no mal parecida, cuyo oficio se ve a leguas y luego otra que se despiden y entran a la iglesia. son algo así como las cinco de la tarde. El mundo se repite por todas partes.
De vuelta al barco caminamos despacio por aquellas calles angostas, hechas antes de que nadie pensara, no digo en los autos, en los grandes camiones de hoy y vemos en los aparadores repetirse la exhibición de prendas de vestir femeninas de origen hindú.
Son tan angostas estas calles y las casas tan pequeñas que, de plano, las cafeterías no tienen más remedio que sacar sus mesas a la calle y eso solamente una línea, para poder dar servicio a sus clientes; su Casa de la Cultura queda en ella y no tiene qué hacer más que lo mismo, es decir, sesionar en el arroyo.
Al regresar nos fuimos a descansar un poco frente a la alberca del barco que, por cierto y para que no digamos, está decorada con un toro y dos toreros en plenos lances taurinos.
Si usted quiere descansar, un día viaje en barco por el mar. Nada hay más descansado, ni mejor comido, ni mejor sesteado.