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Perdón: ¿perdón?

Miguel Ángel Granados Chapa

Fue más pronta, pese a su lentitud, la justicia federal que la AFI. Apenas el 28 de junio, el Comité ciudadano de apoyo al Fiscal especial para movimientos sociales y políticos del pasado exigía, “hoy más que nunca”, detener “a los prófugos, entre otros Luis de la Barreda y Juventino Romero. Ambos hombres aún están libres a pesar de que han pasado ocho meses desde que los jueces dictaron las órdenes de aprehensión respectivas”. Una de esas órdenes, por lo menos, fue mal dictada, ya que ahora un magistrado de circuito otorgó amparo a De la Barreda, para el efecto de que se reponga el mandamiento judicial incumplido. Puede ser, en consecuencia, que no se disponga de nuevo la detención del ex jefe policíaco, sino que se le exonere, sin siquiera ser procesado. La Agencia Federal de Investigación, remisa a detener al ex director federal de Seguridad habrá propiciado así, con su proverbial abulia, que no se haga justicia en uno de los muchos casos de desaparición practicada en los años de la Guerra Sucia.

La fiscalía especial para investigar los delitos cometidos por servidores públicos en esos años, nació rodeada de un grupo de personas calificadas e interesadas en contribuir al esclarecimiento de los sucesos que lastimaron a la nación a partir de 1968 y a lo largo de varios lustros. Cuando el Gobierno del presidente Fox resolvió encargar al ministerio público la indagación de esos hechos del pasado, en aras de la eficacia formal, no excluyó del todo la idea de una comisión de la verdad. El comité ciudadano tiene al menos el aliento ético de una entidad de esa naturaleza y dispone de capacidad para urgir al fiscal a que lleve ante los jueces a quienes halle presuntamente responsables de crímenes diversos en aquellos años. Ese comité ciudadano consideró “impostergable” hace diez días, “que la fiscalía proceda a consignar a los que planearon, ordenaron y ejecutaron las matanzas de Tlatelolco el dos de octubre de 1968, y la de San Cosme el diez de junio de 1971. Trátese de quien se trate”. Al menos tres personas que tuvieron mando militar podrían estar en ese caso, en relación con tales sucesos. El principal es el ex presidente Luis Echeverría, que en su carácter de Ejecutivo federal fue comandante supremo de las fuerzas armadas. El segundo es el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado mayor presidencial bajo Gustavo Díaz Ordaz. Y el tercero el general Manuel Díaz Escobar, organizador del grupo paramilitar conocido como los halcones.

Según calcula el fiscal especial Ignacio Carrillo Prieto, la próxima semana podría hacerse la consignación de participantes en los sucesos mencionados por el consejo ciudadano, entre los que probablemente se hallen esos ex responsables, dotados en su turno de mando castrense. Frente a esa posibilidad, acaso, el general secretario de la Defensa Nacional llamó crípticamente a perdonar. Muy rápidamente encontró intérpretes de sus palabras, como el subprocurador encargado de combatir a la delincuencia organizada, José Luis Santiago Vasconcelos, quien por completo fuera del ámbito de su competencia, desarrolló la implícita petición del general Ricardo Gerardo Clemente Vega García y recomendó dispensar de sus eventuales responsabilidades a militares que hubieran incurrido en ellas. Hasta deslizó la teoría de la obediencia debida, que los militares argentinos impusieron en su provecho, alegando que muchos pudieron haber sido forzados por sus superiores a incurrir en conductas que ahora se castigaran. En línea semejante, el historiador y ex diputado Luis Garfias Magaña, general en retiro, ha argumentado que los militares no hicieron más que defender las instituciones y sería injusto condenarlos por eso.

A los miembros del Ejército que cumplieron sus responsabilidades conforme a la Ley nadie intentaría someterlos a juicio. De lo que se trata, en cambio, es precisamente de identificar, localizar, procesar y sentenciar a quienes sin apego al derecho y aun contraviniéndolo sofocaron la inconformidad armada. Si los miembros de una partida militar en Guerrero, pongamos por caso, repelieron un ataque guerrillero e hicieron prisioneros y de inmediato los pusieron a disposición del ministerio público, se les debe conceder honor por el deber cumplido. Pero si en vez de proceder de esa guisa llevaron a un paraje lejano a los capturados y los pasaron por las armas o los condujeron en avión hacia el mar y desde lo alto los arrojaron a las aguas, es claro que incurrieron en delitos. Ni pensar entonces en que se les castigara, si ni siquiera se abrían indagaciones. Pero hoy en que resquicios políticos y legales permiten hacerlo, sería grave que los intereses estamentales lo impidieran.

En la prematura petición de amnistía que se propaga con ánimo conciliatorio se arguye que los alzados en armas infringieron la ley y sin embargo fueron después perdonados, de donde salta la interrogante de por qué los militares no. No son situaciones equiparables, porque los servidores públicos contaban en su provecho con la fuerza del Estado y eso agrava y aun define de otro modo los delitos en que incurran. Pero aceptando sin conceder que blandir las armas iguala a infractores y defensores de la Ley, el argumento no se aplica en los casos del dos de octubre y del diez de junio. Allí las víctimas no eran guerrilleros, sino personas que se reunieron en el ejercicio de sus libertades civiles y alevosamente fueron agredidos, capturados y muertos por fuerzas hechas así ilegítimas.

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