Segunda y última parte
“No pago para que me
peguen”
José López Portillo y
Pacheco
Es útil comprender que la presión hacia la prensa nace mucho antes de la consolidación del PRI como oligarquía política. En tiempos del general Díaz ya se perseguía a publicaciones que atentaran contra el Presidente y su ideario de país. “El Ahuizote”, periódico que a través de caricaturas ridiculizaba al otoñal patriarca, ejemplifica al cotidiano opositor, al instrumento de denuncia cuyo estilo de redacción y contenido estaba muy ligado con el tono humorístico, tragicómico y de catástrofe que el mexicano suele conferirle tanto a los asuntos de interés nacional como a los de la vida diaria. Digamos que fue una de las pocas publicaciones con la valentía suficiente para remar en contra de la corriente y la historia lo acabó situando como uno de los factores que contribuyó al despertar del “México bronco” o conciencia revolucionaria.
Con el nacimiento del Revolucionario Institucional y el establecimiento del mandato sexenal también vino un parcial silenciamiento de los actores sociales. Nuestros gobernantes, convertidos en monarcas con ilimitado poder gracias a una Carta Magna que les facilitaba la vida, no desistieron en su intento de tener controlados a aquellos pertenecientes al pensamiento no enteramente enamorado y creyente del discurso revolucionario que sería una constante del PRI durante el siglo veinte. En el entendido de que cualquier crítica al ejercicio de gobernar era tomada de manera personal y enfurecía al mandatario en turno, la prensa optó por no lastimar los sentimientos del Ejecutivo y tornarse en promotora de los actos y decretos del Gobierno, por más inverosímiles o perjudiciales que fuesen.
Si algo caracterizó al periodista mexicano durante el siglo pasado fue el existir dentro de una ambivalencia notoria: por un lado sabía que para ser creíble y cumplir sus funciones a cabalidad debía ser un imparcial cronista de todo aquello importante para la nación; por otro conocía las redes del poder y se dejaba seducir al darse cuenta de los beneficios que esto le traería. Esta dualidad fomentó el nacimiento de una muy particular relación de amor-odio entre la prensa y el Estado, que aunque no es tan tangible en la actualidad, continúa repercutiendo de forma importante.
Se dice mucho que el periodista mexicano despertó en 1968 a la par que el movimiento universitario y todas aquellas gestas que, a nivel mundial, evidencian el resquebrajamiento que involucra crisis desde el nivel esencial llamado familia, hasta en los ámbitos de poder real. Pienso que este despertar lo motivó, en gran medida, el nacimiento de una generación que dejó de creer en el “establishment”, un grupo de jóvenes que estaban hastiados de los embutes de papá Gobierno, que como todo aquel que ha tenido veinte años busca cambiar el mundo; o simplemente un acomodo generacional que debe darse cada determinado tiempo para que no se afecte el ciclo natural de las cosas. Ante un fenómeno de transformación social tan eminente la prensa ya no pudo callar: no era simplemente ocultar un desvío de recursos o los abusos del político; aquí nacía una nueva conciencia nacional y eso era demasiado importante para guardar silencio.
Aunque aquellos medios de comunicación que habían reportado con veracidad los hechos del dos de octubre fueron fustigados, amenazados y torturados, lo hecho, hecho estaba. Para entonces era imposible frenar a un grupo que estaba cansado del agachismo y complicidad de la generación anterior. A partir de aquí vendría el llamado “fin del sistema”.
Para el Estado la figura del periodista era también motivo de sentimientos encontrados. Por un lado representaba a la peligrosidad misma, ya que al decir la verdad sacaba de su ignorancia al pueblo y era precisamente esa ignorancia de la colectividad la que le permitía al Gobierno ejercer un frenético control. Por otro lado la prensa era un medio útil para promocionarse, perpetuarse en el poder e influir en el ánimo nacional.
A partir de Luis Echeverría el aparato de poder –léase priista- comienza a desgastarse hasta su reconfiguración actual. Desde 68 las cosas cambiaron: la prensa y el periodista tuvieron más cancha para la crítica y la réplica. Dicho proceso dentro del cual los medios de comunicación ganaron fuerza ha sido sumamente benéfico para el desarrollo del país y el despertar de la capacidad de crítica del mexicano. Sin embargo, el marco histórico nos debe servir para darnos cuenta que la prensa pasó de no tener libertad a ejercer un aparente libertinaje absoluto que, creo terminará entrando a una dinámica más equilibrada conforme nuestra democracia avance hacia balances de normatividad ideal.
Es preciso que el periodista del nuevo siglo tenga muy bien entendido cuál es su papel y función dentro de la sociedad. Resulta imperativo que se concentre en un ejercicio de autocrítica que le lleve a conocer el valor que representa dentro de la vida humana. Desgraciadamente muchos de ellos no son conscientes de la alta responsabilidad que conlleva expresarse con libertad y que sus ideas y conceptos puedan ser recogidos por un gran número de personas:
El ser periodista tiene grandes beneficios. Pluma y papel le conceden la posibilidad de contribuir a lo más justo y loable, la capacidad de modificar el entorno y moldear inteligencias, de repercutir en el ánimo de la colectividad.
El periodismo, como toda actividad creadora, debe ejercerse con emoción. De toda suerte queda lo estéril.