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Plaza pública/Aberración jurídica en el DF

Miguel Ángel Granados Chapa

De buena fe, y con un noble propósito, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal introdujo un nuevo capítulo al Código local de procedimientos civiles que entraña graves riesgos para la certeza jurídica que debe emanar de las decisiones judiciales, y pone en jaque la práctica profesional de la abogacía. Los 55 diputados presentes en la sesión del 30 de diciembre, pertenecientes a todos los partidos, por unanimidad crearon una nueva acción judicial, la de nulidad de juicio concluido. Quizá porque lo habían hecho en comisiones, quizá porque su agenda estaba particularmente cargada al finalizar el año, la trascendental Reforma no generó debate alguno, ni en lo general ni en lo particular. Y tampoco mereció observaciones del jefe de Gobierno, que la hizo publicar el 27 de enero pasado, por lo que entró en vigor al día siguiente, mañana hará dos semanas.

Es clara la motivación de quienes propusieron y aprobaron esta Reforma Procesal. La disputa por una indemnización millonaria por el paraje San Juan, donde manifiestamente se ha tratado de modo fraudulento de vulnerar el tesoro público de la ciudad de México, ha generado no sólo indignación. También ha promovido la necesidad de construir una salvaguarda jurídica para evitar que el ruin negocio de adulterar procedimientos judiciales sea rentable. No basta con frenar la maniobra con que pretendieron obtener provecho los demandantes de la millonaria indemnización, sino evitar que émulos suyos conviertan los recursos judiciales en fuente de enriquecimiento ilegítimo.

Pero los diputados locales, justificadamente puestos a la defensa del interés general, quizá lo vulneraron en una medida de que no parecen haber sido suficientemente conscientes. De haber medido los alcances de esta Reforma, de haber calculado sus efectos, muy probablemente hubieran sometido la adición a una consulta en que se examinaran con cuidado las implicaciones de fondo de la Reforma.

La adición choca de plano contra un principio hasta ahora inamovible del derecho civil de tradición románica, francesa y alemana, el de cosa juzgada. Esta noción, esta institución implica el final definitivo de un proceso judicial, cuando está dicha la última palabra y ya no puede ser modificada, porque antes se agotaron ya los procedimientos de revisión y control de la intervención judicial. Claro que puede alegarse que la nueva acción de nulidad aprobada por los diputados locales en diciembre sólo aplaza el momento en que hay cosa juzgada, y no vulnera el principio correspondiente. De cualquier modo, una decisión tan en sentido contrario a la función conservadora del derecho, a su carácter de fuente de certidumbre plena, debió al menos someterse a la consideración de los sectores de la sociedad directamente involucrados en los negocios judiciales. No se sabe que la Asamblea, conforme a la Ley general de profesiones, haya hecho conocer, y solicitado la opinión de los colegios de abogados, sobre esta adición que modifica de plano la práctica profesional.

Se trata de que un juicio no acaba cuando ha acabado. Una sentencia puede ser anulada en función de las ocho hipótesis planteadas en el nuevo capítulo del código procesal, que los legisladores acaso tomaron de la experiencia vivida pero no tradujeron con acierto a la esfera formal. Se puede ahora intentar la anulación de un juicio concluido “si se falló en base de pruebas reconocidas o declaradas de cualquier modo falsas con posterioridad a la resolución, o que la parte vencida ignoraba que se habían reconocido o declarado como tales antes de la sentencia, o bien que se declararon falsas en el mismo proceso en que se ejercite la presente acción”.

El caso del paraje San Juan impregnó el espíritu del legislador, porque de sus incidentes se deriva buena parte de las hipótesis que pueden fundar la nueva acción de nulidad. Es obvio que nadie supone que el flamante instrumento jurídico puede ser blandido contra quienes iniciaron aquel asunto. La Ley no se aplica retroactivamente (y así lo hace explícito un transitorio). Todo lo más, el nuevo ordenamiento puede servir para inhibir a quienes se sientan inclinados a repetir la intentona de fraude relativa a aquel predio en Iztapalapa, sobre todo si al cabo de todos los procedimientos pendientes se produjera un desenlace contrario al interés público. Pero esa inhibición será a costa de un efecto pernicioso que dañe a quienes al cabo de mil vicisitudes judiciales hayan obtenido una legítima sentencia favorable, que la parte que cuente con recursos técnicos y materiales busque anular.

Con inadecuada técnica legislativa (pues lo apropiado hubiera sido reformar en paralelo el código penal), la adición de que hablamos incluye tipos penales en un código de procedimientos civiles. Por añadidura, define los delitos pero no fija las penas que le corresponderían. Se realizó tan apresuradamente la Reforma que se incurre en la aberración de considerar delincuente a una persona por hechos atribuibles a otra: “comete el delito de fraude procesal... quien ejercite la acción de nulidad de juicio concluido y no obtenga sentencia favorable”. O sea que la conducta de un juez puede hacer responsable de fraude procesal a quien inicia la acción.

Incurre también en fraude procesal quien “se desista de la demanda o de la acción”, con lo cual se pune el desestimiento, legítimo y útil, y por ello buscado modo de poner fin a una pretensión. Puede añadirse mucho más. Baste con eso por ahora.

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