Mario Ramón Beteta, fallecido el miércoles seis, fue uno de los primeros tecnócratas cuya brillante carrera no alcanzó las cumbres a que lo destinaban su origen y su entorno porque en momentos cruciales de su vida fue víctima del presidencialismo exacerbado al que servía.
Nacido en la ciudad de México en 1927, fue hijo de Ignacio María Beteta, que a la sazón era un joven militar que completó su formación adquirida en el Ejército constitucionalista, con cursos en el Colegio Militar, donde se hizo oficial de caballería. Amén de su destreza ecuestre, manifiesta en el ámbito castrense y el deportivo, Beteta se distinguió por su dedicación a la pintura, como acuarelista. Sirvió como jefe de Estado Mayor del presidente Cárdenas, dirigió el Departamento de Industria Militar y actuó como agregado militar y embajador en varios países. Más influyente en su formación que la de su propio padre fue para Mario Ramón la de su tío y medio tocayo, Ramón Beteta Quintana, que fue secretario de Hacienda como llegaría a serlo su sobrino.
En ese cargo ambos enfrentaron la responsabilidad de una devaluación monetaria: la del tío, en 1948, bajo Alemán, puso el dólar a 4.50 pesos, mientras que la del sobrino, en 1976, lo llevó a 26.50 pesos. Mario Ramón Beteta se preparó para servir a las finanzas públicas. Luego de graduarse en derecho en la UNAM, fue maestro en economía por la Universidad de Wisconsin. A su regreso, a mediados del siglo pasado, inició en el Banco de México una trayectoria que prolongó en la secretaría de Hacienda hasta que en 1970 alcanzó la subsecretaría, primero bajo Hugo B. Margáin y después con José López Portillo.
Destapado éste como candidato presidencial, Beteta lo sustituyó. Al referirse a ese reemplazo, López Portillo lo definió en sus memorias como “inteligente, cuidadoso, atlético y culto... con mejores títulos para ser secretario” que el propio autor de la frase. Beteta recibió unas finanzas públicas maltrechas. Antes de un año tuvo que modificar la política cambiaria. Puesto que había sido cierto lo dicho por Echeverría, que la política hacendaria se manejaba desde Los Pinos, la economía general sufrió graves perjuicios.
Beteta no quiso que la devaluación del peso se declarara mediante un acto explícito gubernamental. En la víspera del último informe del dispendioso presidente que se iba, el peso comenzó a flotar, es decir se dispuso que la paridad no se fijara por decreto sino según los vaivenes del mercado. Cuando tres meses más tarde Echeverría se marchó, el dólar que costaba 12.50 a principios de su sexenio, se cotizaba a más del doble de esa cifra, más de ciento por ciento de devaluación.
Esa medida impidió a Beteta continuar en Hacienda, como hubiera querido López Portillo. Pero, como se dice ahora, su permanencia en el cargo hubiera enviado una mala señal, por lo que sin prescindir de sus servicios, el nuevo presidente le encargó el vasto imperio estatal denominado Somex, la Sociedad Mexicana de Crédito Industrial, surgida décadas atrás del empeño creador de Antonio Sacristán Colás. Banquero estatal durante todo ese sexenio, Beteta fue nombrado por su antiguo colaborador Miguel de la Madrid director general de Pemex en 1982. Cuando Beteta había sido director general de crédito de Hacienda (en 1965, bajo Antonio Ortiz Mena), De la Madrid fue subdirector y fue subsecretario cuando Beteta reemplazó a López Portillo. Además de reparar las finanzas de Pemex, maltrechas por el boato de la administración anterior, Beteta recibió de su antiguo colaborador y ahora jefe la encomienda de enfrentar al sindicato y particularmente a Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”.
Aunque en algún momento, según revela De la Madrid en sus memorias, Beteta confesó que sería imposible manejar a la empresa petrolera si faltaba el control de Hernández Galicia, sus relaciones con el sindicato fueron de mal en peor, a causa de medidas como la Ley de Obras Públicas que restringieron notablemente el contratismo de que se beneficiaba el sindicato. Cuando, según la apreciación de De la Madrid, Beteta dejó de ser funcional y aun fue acusado de corrupción, por la renta de buques petroleros, lo encaminó al Gobierno del Estado de México. Aunque carecía de toda liga con esa entidad, salvo el rancho en que descansaba los fines de semana (lo que dio lugar a que se acuñara el término jus ranchi, parodia del jus soli, el derecho de los nacidos en un lugar para gobernarlo), Beteta fue elegido gobernador en 1987, todavía con el 64 por ciento de los votos (mientras que el PAN, la segunda fuerza mexiquense apenas llegó al diez por ciento).
No había cumplido un año en el cargo cuando sobrevino el terremoto de julio de 1988: la elección presidencial que acaso ganó Cuauhtémoc Cárdenas. En el Estado de México, al menos, obtuvo una clara mayoría, casi el doble del número de votos atribuidos a Salinas, que no llegó siquiera al treinta por ciento de los votos.
Apenas pudo, Salinas cobró a Beteta la culpa ajena de haber permitido ese resultado. El nuevo presidente, siendo muchacho, había trabajado a las órdenes de Beteta: “usted me acuñó”, le dijo al momento de anunciarle su destitución, disfrazada de un cargo secundario en la banca estatal. Años después de su brusca salida, consumada en agosto de 1989, Beteta dijo a Adriana Amezcua y Juan B. Pardinas que el resultado de 88 obedeció a que “el candidato no fue muy popular” y sentenció que él era “un priista convencido, pero no un cocinero de elecciones”.