Aunque a muchos nos parezca un lamentable despropósito, el hecho es que cincuenta y nueve millones de norteamericanos eligieron al presidente George W. Bush para un segundo período. Se dirá que a nosotros qué nos importa esa decisión soberana del pueblo estadounidense. Pero es que sí nos importa. Dada la eminente ubicación de ese país en la escena internacional, el voto norteamericano influye en nuestras vidas doquiera que nos encontremos. Los apoyadores de Bush avalaron una peligrosa política internacional en que la primera potencia del mundo hace cuanto importa a sus intereses por sí y ante sí, acaso con un tenue barniz de multilateralismo de última hora. Con el poder del voto a que tienen derecho, los ciudadanos que optaron por Bush consagraron la nueva política del gran garrote por la cual ninguna nación queda exenta de ser atacada por Estados Unidos, haya o no motivo, como no existían en Irak los arsenales de destrucción masiva que fueron denunciados como la causa para derrocar a Saddam Hussein y ocupar ese país.
La sintonía del presidente Bush con su electorado, fundada en un conservadurismo con escasos márgenes de tolerancia hacia la opinión ajena y en el reavivamiento del destino manifiesto, que en el extremo hace a multitudes considerar que el de Estados Unidos es el pueblo de Dios y que su Presidente concreta esa voluntad divina; esa sintonía le ha dado un poder superior al que consiguió hace cuatro años. En su primera elección en 2000, Bush quedó por debajo del demócrata Al Gore en cuanto al voto ciudadano y consiguió la mayoría en el colegio electoral mediante maniobras y argumentos legales que en muchos ánimos dejaron la sensación de que mandaba desde la Casa Blanca un Presidente que no tenía derecho a hacerlo, tocado de ilegitimidad.
Hoy en cambio, lo favorecieron una anchísima diferencia de tres millones y medio de votos sobre el senador John F. Kerry y la imposibilidad, generada por el propio aspirante demócrata, de determinar la calidad del sufragio popular, que significó la diferencia en el número de votos electorales.
En su inesperada aceptación temprana de la derrota, el senador Kerry dejó sin sustento el trabajo de quienes en diversos lugares, señaladamente en Ohio, se disponían a revisar los votos dudosos, que no fueron pocos ni irrelevantes. Kerry consagró el eventual fraude que hubiera podido cometerse en su contra y abrió la puerta a futuras manipulaciones, al presentar como elementos antagónicos los votos y la acción de los abogados. El alegato se asemeja, desde la derrota, al que desde la victoria enarbolan en México quienes temen los efectos penetrantes de la justicia electoral. Arguyen que sus oponentes, los impugnadores de la elección pretenden ganar en los tribunales lo que no ganaron en las urnas. Y no es así. A través de los alegatos y las acciones de los abogados no se busca crear una realidad diferente de la fabricada por los votantes con sus decisiones, sino que aquélla resplandezca sin lugar a dudas.
Kerry se apresuró a reconocer su derrota y lo hizo con el peor argumento posible.
Aunque a la postre Gore se avino al resultado formal de la elección, permitió que se realizaran indagaciones para establecer la calidad del voto y aun llegó a la Suprema Corte. El transcurso de las semanas en ausencia de certidumbre plena no infirió daño alguno a la sociedad norteamericana. No se entiende porqué se temió que ocurriera ahora lo que no sucedió entonces.
Tal vez sin tenerlo presente, Kerry tanto como Gore aunque con mayor prisa, obraron en sentido semejante a como lo hizo Richard Nixon tras los comicios de 1960, en que el republicano fue vencido por John F. Kennedy. El británico Paul Johnson, bien reputado divulgador de la historia, pero también investigador acucioso de sus avatares no tiene empacho en escribir que “las evidencias de fraude electoral dejan claro que la diferencia total de 112, 803 votos a favor de Kennedy fue un mito: lo más probable es que Nixon ganara por alrededor de 250,000 votos. El fraude en esos dos estados (Texas e Illinois) era tan evidente que varias figuras importantes, incluido Eisenhower (el Presidente saliente, digo desde la Plaza Pública) instaron a Nixon a que impugnara el resultado”. Pero Nixon rehusó hacerlo, por razones varias: “Jamás había habido un recuento en una elección presidencial y no existía la infraestructura para llevarla a cabo. Un estudio de los procedimientos que se realizó en seis estados donde había probabilidades de fraude demostró que cada estado tenía diferentes reglas para el recuento, por lo que ese proceso podría durar hasta 18 meses. Por lo tanto, una impugnación legal habría producido una parálisis constitucional y habría ido en contra de la nación”.
Conclusiones de esa guisa implican otorgar impunidad a los defraudadores electorales. Son una invitación a que trampeen en grande, pues mientras mayor embrollo causen más difícil será para los perjudicados por las maniobras decidirse a enfrentarlas legalmente. Evitar la parálisis constitucional exige pagar el costo de la violación constitucional. Siendo indeseables ambos extremos, optar por el primero como hizo Nixon y como hicieron Gore y Kerry significa consagrar la impunidad.
Ya que cito a Johnson, él es quien llama “elección comprada” la de 1824. Con ello respondo a lectores que me reprocharon omitir que en ese momento la Cámara resolvió porque nadie alcanzó la mayoría de los votos electorales. Pero no se eligió al que tuvo más votos que los demás.