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Plaza pública/El festín de los buitres

Miguel Ángel Granados Chapa

Todo está perdido, menos el honor. Tal fue la cuenta que sacó Francisco I de Francia, tras ser aplastado en Pavía en 1525 por las tropas de Carlos I de España, V de Alemania, en un lance en que él mismo cayó prisionero. El balance que se haga sobre el PRD después de la semana de su debacle arrojará tal vez un saldo mayor: aun el honor ha perdido. Y si de eso se tratara, se trataría sólo de eso, de su honor, de un asunto suyo, de un quebranto que lo afecta sólo a él. Pero hay algo peor, una pérdida más cuantiosa: al final de este proceso (que podría no estar cercano), lo que sin remedido habrán perdido el PRD, los partidos, la política en general, es la confianza pública. Se ha asestado, en último término, un contundente golpe a la credibilidad de las instituciones y de las personas que las encarnan, un crédito ya menguado por conjeturas y ahora casi extinguido ante certidumbres.

El avorazamiento de René Bejarano sobre los dólares que le entrega Carlos Ahumada es mucho más que un gesto de torpe codicia. Es el símbolo de lo que el dinero fácil ha hecho a los partidos, a la política. Saber que siempre ha sido así, que el régimen autoritario practicó la corrupción en dimensiones mayores que la conocida ahora en el Partido de la Revolución Democrática; saber que también los otros lo hacen, no alivia en nada la pesada carga de desprestigio que lastra ahora a la tentativa de renovación política y ética que fue en su trazo original el PRD.

Importará conocer los móviles que llevaron a Ahumada a difundir las grabaciones que para su protección realizó a la hora de ofrecer la carnada a Bejarano y a quién sabe cuántas personas más, tal vez no sólo del PRD. Importará saber si hay una conjura contra el partido que resultó de la movilización de 1988 (y será comprensible que la haya y serán ingenuos los que se sorprendan de su amplitud y de su ruindad). Pero esa y cualquiera otra conspiración hubieran fracasado de no haber encontrado en el perredismo materia prima sobre la cual cebarse. El festín de los buitres es agraviante. Pero lo es más que haya carroña para ese banquete.

El incurable mal de origen del PRD, su división interna, la fragorosa batalla permanente de sus facciones, se ha acelerado por ese poderoso lubricante que es el dinero. Y quien parece haberlo introducido en la guerra intestina de ese partido es Carlos Ahumada Kurtz, un ecuménico empresario que mantenía relaciones con negociantes de la más variada adscripción política.

Téngase presente que sus contratos de obra pública en el Distrito Federal, quizá los más cuantiosos, seguramente los más abundantes, fueron suscritos no por un perredista, sino por el delegado panista en Álvaro Obregón, Luis Eduardo Zuno, que no era un militante común y corriente, puesto que el año pasado consiguió ser candidato a diputado federal y por ello no concluyó su trienio delegacional. Pero en vísperas de la elección se fue de viaje a Estados Unidos y al volver fue detenido por contrabando de armas. El avión privado en que viajaba, asegurado desde entonces por la justicia federal, es propiedad de Ahumada.

También es propiedad de Ahumada la empresa en cuya cuenta se depositaron 29 de los 31 millones de pesos pagados en enero pasado en la delegación Gustavo A. Madero a seis compañías que ni siquiera contrataron y muchos menos realizaron obras de desazolve. Una de estas empresas representa la conexión hidalguense de Ahumada. Un miembro del clan gobernante en la entidad, comisionado por ahora a atender esta clase negocios, se encuentra preso por su participación en este fraude. Es Luis Rey Ángeles Carrillo, gerente de la empresa Arquitectura y Construcciones Pachoacan, con domicilio en la colonia Morelos de Pachuca. No es un simple mortal pillado en una trampa. Presidió la Federación Estudiantil Universitaria de Hidalgo en 1981 y 1982 y como todos los dirigentes de esa corporación, eligió en su momento entre mantenerse en la órbita del dueño de la Universidad local, Gerardo Sosa, o adosarse a una de las familias políticas que atienden directamente la administración gubernamental. Ángeles Carrillo escogió el segundo camino y en los noventa fue miembro del equipo del gobernador Jesús Murillo Karam. Lo heredó, en consecuencia, el primer turista del estado, Manuel Ángel Núñez Soto, que firma como gobernador y que hasta hace no mucho tiempo lo tuvo como representante de su Gobierno en el Distrito Federal, cargo que acaso simultaneaba con su operación privada.

Pero, sin perjuicio de aquella pluralidad, Ahumada concentró su atención en el PRD, al que se aproximó por varias vías. Apoyó con vehículos y tal vez con aportaciones de otros géneros al esfuerzo de César Raúl Ojeda Zubieta por vencer a Roberto Madrazo, las dos veces en que intentó ser gobernador de Tabasco. Y a través de Ramón Sosamontes, que era delegado en Iztapalapa, conoció a Rosario Robles, que al concluir su Gobierno en la ciudad de México se convirtió en su principal vínculo con el PRD. Han mantenido una relación de pareja que sólo incumbe a ellos y a su entorno, pero a la cual hay que necesariamente referirse cuando de ella derivan efectos políticos.

Según se sabe hoy, en 2002 Ahumada apoyó con cientos de miles de pesos la campaña de Rosario para ser presidenta de ese partido. Lo ha confesado Carlos Imaz, hoy jefe delegacional en Tlalpan, que en la oficina de Ahumada recibió esa aportación, de la que dio cuenta pública el jueves, en previsión de que apareciera en un nuevo video, como en la víspera había ocurrido con Bejarano. Imaz añadió información. Aunque no parece haber recibido él mismo, el año pasado, aportaciones para su propia campaña, Ahumada pretendió canjear la ya antigua aportación a Robles, de que Imaz había sido portador, para recibir favores en el Gobierno de Tlalpan. Buscaba la designación de personas de su confianza en la administración delegacional.

No lo consiguió allí, pero sí en Gustavo A. Madero. Dos enviados suyos se encargaron durante algunos meses de la administración financiera, tiempo suficiente para organizar el fraude de los 31 millones de pesos, para consumar el cual fue necesaria la participación de un director en la administración central, cercano al secretario de Finanzas, Gustavo Ponce Meléndez.

Ponce y Andrés Manuel López Obrador se conocieron en el Instituto Nacional de Protección al Consumidor, a mediados de los ochenta, cuando fueron directores en el área económica y el área social, respectivamente. Pero López Obrador no llevó a Ponce al Gobierno capitalino. Ya estaba allí, como subsecretario de Egresos, cuando se inició la administración que ahora resiente los efectos de la conducta de Ponce. En julio pasado, al retirarse Carlos M. Urzúa por voluntad propia para reintegrarse a la investigación y la enseñanza, el jefe de Gobierno designó a Ponce, teniendo en cuenta su rango y su antigüedad, que le dieron ventaja sobre Arturo Herrera Gutiérrez, director de Administración Financiera entonces y a quien el martes pasado López Obrador nombró en lugar de Ponce, que ha desaparecido y probablemente se encuentra en Estados Unidos, donde tiene familia.

Podría también, paradójicamente, haber vuelto a Las Vegas. Según ha averiguado la Procuraduría de justicia del Distrito Federal y de eso informó el subprocurador Renato Sales, fue el omnipresente Ahumada quien corrompió a Ponce. Al parecer su amistad no es reciente y se mostraba en frecuentes invitaciones a los casinos de Nevada, a donde acudían juntos. Era el empresario quien cubría los gastos de alojamiento hasta que Ponce adquirió rango de cliente frecuente a quien se le dispensa el pago de la habitación porque el hotel queda suficientemente remunerado en las mesas de juego. Según la conjetura de Sales, Ahumada prestaba dinero a Ponce para esos efectos, hasta que la deuda se hizo impagable, salvo a través de un fraude como el orquestado y parcialmente fallido en Gustavo A. Madero.

Como Ponce, Ahumada ha desaparecido. Habló por teléfono el miércoles por la noche con Joaquín López Dóriga, pero bien pudo haberlo hecho desde fuera del país, pues se conjetura que se marchó el 21 de febrero, un día después de que presentó en la Procuraduría General de la República una denuncia por extorsión (que el ministerio público federal debió remitir al local, porque aquel delito es del fuero común) y respecto de la cual debería aportar pruebas el jueves pasado, lo que ya no hizo.

Si Ahumada se fue de México, no habrá escuchado a Javier Solórzano renunciar a la dirección general del diario que el empresario estableció el año pasado. A través de su programa radiofónico, Solórzano se desvinculó de “las estrategias” de Ahumada (es decir de su decisión de exhibir a Bejarano, al mismo tiempo que se exhibía a sí mismo) y “abandonó” su posición a la cabeza de El Independiente, verbo con que la nueva dirección del diario le reprochó su decisión, una gallarda decisión profesional merecedora de reconocimiento y solidaridad.

Ahumada ingresó en la industria periodística el tres de junio pasado, con la aparición del primer número de ese diario. No ha sido, ni probablemente será el único empresario de otros ramos que establece una publicación para defender sus intereses cuando son parte de un conflicto, los que en su caso afloran ahora y los que ya se conocían por su incursión en los negocios del futbol. Adquirió tiempo atrás el equipo de León (y quizá por eso buscó, junto a Rosario Robles, un acercamiento a Eliseo Martínez, el ex alcalde panista de esa ciudad guanajuatense que, desplazado por el foxismo, pretendió un nuevo período el año pasado con apoyo del PRD) y más recientemente el Santos de Torreón. Puesto que no se ha consumado la venta de ese equipo, pactada apenas en diciembre pasado, la Federación Mexicana de Futbol podría no autorizar el traspaso. Y es que, sorpréndase usted de esa muestra extrema de fariseísmo, los dueños de los clubes están escandalizados por la presencia de ese pecador en esa casa de santidad.

Antes que nadie, Bejarano pagó las consecuencias iniciales (no serán las únicas) de su “error”, como califica haber recibido dinero de Ahumada. Pidió licencia como diputado (lo que no lo priva de su inmunidad, igual que ocurre con el senador Jorge Emilio González Martínez, que también la solicitó), renunció a la presidencia de la Comisión de Gobierno de la Asamblea Legislativa y se retiró del PRD, que se apresuró a borrar su nombre del padrón de militantes como si de ese modo eliminara la constancia de lo ocurrido. Naturalmente, no basta con esas actitudes, con que termina su carrera política, para justificar y ni siquiera explicar su conducta. Su alegato contra quienes urdieron la trampa en que cayó, carente por completo de sustento, no sólo suena ridículo sino que contribuye a ahondar el daño que asestó a su corriente en el partido, a su partido mismo y a su jefe, López Obrador. En vez de retórica barata, debe ofrecer información. Debe puntualizar los montos recibidos de Ahumada y definir cabalmente su destino.

Infortunadamente, indebidamente, López Obrador ha seguido una línea de defensa análoga a la de su antiguo secretario particular, buscando que la atención se fije en quienes montaron la maniobra y no en la materia misma de la discusión, como si aquel extremo fuera más relevante que éste. En su afán de restar importancia a los acontecimientos ha incurrido en el chiste ramplón de aludir a la casa presidencial como “los pínoles”. Tendría que hacerse cargo de la enorme relevancia que en la historia mexicana tendrán los hechos de que fueron protagonistas dos personas de su círculo más estrecho, Ponce de manera formal, como miembro que fue de su gabinete, Bejarano como operador político de muchas de sus decisiones.

No hay seña material ninguna que lo asocie a la rapacidad de sus ex colaboradores y el marco general de su conducta permite asegurar que es ajeno a esas trapacerías. Pero tiene una responsabilidad política sobre los hechos a la que no puede sustraerse. Ya ha resentido, como es lógico que ocurriera, una disminución en el altísimo favor que le dispensaba el público, en el territorio donde gobierna y en todo el país. Ese efecto puede serle hasta provechoso, porque hará ceder la crispación de sus adversarios y sus enemigos y aliviará el alto riesgo en que efectivamente lo colocaba su condición de políticamente indestructible.

Pero lo ocurrido en el PRD, el estallido de los enconos, atizado por el combustible del dinero corruptor, no tiene que ver sólo con la popularidad de uno de sus miembros eminentes. López Obrador tiene la alta responsabilidad de encarar la crisis de su Gobierno con talante de estadista, de gobernante que ha invocado la esperanza de la gente como uno de los móviles de su acción. Aun si se acepta que, por ingenuidad o descuido, actitudes ambas que serían imperdonables, no pudo evitar el dolo de sus colaboradores, debe exigírsele una gran seriedad en el abordamiento de la cuestión, la mayor eficacia en la investigación respectiva, la máxima severidad en las sanciones necesarias y la instauración de mecanismos que aseguren a los ciudadanos que tales conductas no se repetirán, porque quienes las ejercieron son la excepción y no la regla en su Gobierno.

Si no lo hace, será un gobernante como cualquier otro.

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