Cientos de miles de personas desfilaron ayer y se reunieron en los principales espacios públicos en las mayores ciudades de toda la República. Por sus dimensiones (de la capital y de la manifestación) fue especialmente notoria la del Distrito Federal. En todas partes, al mismo tiempo que se expresaron en favor de la seguridad pública, los manifestantes protestaron contra las autoridades (la federal y las locales) por la insuficiencia de su política y sus acciones frente a la delincuencia.
Fue un acontecimiento de magnitud inusitada. Mostró por igual la gravedad del fenómeno de que se trata: la indignación y el miedo causados por la inseguridad y la influencia de los medios electrónicos de difusión al crear un clima de tensión y al convocar a enfrentarle una respuesta multitudinaria. La intensa promoción publicitaria ofrecida a una legítima causa ciudadana logró el milagro de hacer marchar a personas habitualmente ajenas a las manifestaciones callejeras y aun antagonistas radicales de las mismas. Un saldo colateral positivo, si muestran una congruencia mínima, es que los propios medios de comunicación que llamaron a la expresión callejera de ayer, dejen de denostar a quienes se manifiestan en torno de otros valores sociales tan legítimos como el de la seguridad.
Porciones importantes de la sociedad mexicana han mostrado en las calles, a lo largo de la historia contemporánea, reclamos en favor de un país mejor. Luchas por la libertad sindical y política, por el respeto al voto, por la autonomía de las universidades públicas, contra la represión, por la paz en nuestro país y en el mundo, en pro de la soberanía de naciones asediadas por poderes incontrastables, han menudeado en las décadas recientes. El año pasado, con el justificado lema “¡El Campo No Aguanta Más!”, una amplia movilización campesina enseñó al Gobierno Federal la necesidad de convenir un acuerdo nacional para enfrentar (no para resolver, apenas para definirlos y encararlos) los agudos problemas que vive la cuarta parte de la población.
La inseguridad misma ha movido antes a expresiones callejeras semejantes a las habidas ayer. El 29 de noviembre de 1997 se efectuó una que tuvo por lema el mismo enarbolado para convocar ahora: ¡Ya basta! Se vivían entonces los últimos días del Gobierno priista en la ciudad de México, cuya incompetencia era también señalada por la gente. La marcha contó con el impulso decidido de periodistas como René Delgado, hoy director editorial adjunto de Reforma, pero suscitó escaso apoyo en los medios electrónicos.
La participación de estos últimos ha hecho la diferencia entre aquella manifestación y las de ayer. Esos medios informativos alentaron a un núcleo amplio de la población a dejar atrás sus remilgos ante esta forma de expresión ciudadana para salir a la calle. Es conjeturable que un gran número de quienes desfilaron ayer (en la ciudad de México de la columna de la Independencia al Zócalo) sean algunos de quienes votaron por primera vez en 2000 y lo hicieron por el ahora presidente Fox. Jóvenes o mayores (éstos, abstinentes de casi toda la vida), descubrieron las posibilidades de su participación y votaron por primera vez. Muchos de ellos cayeron después o en el abandono de una convicción efímera o en el desencanto porque la democracia no trajo consigo la cauda de virtudes gubernamentales y de bienestar colectivo que se le suponía adherida. Vieron de pronto que una preocupación creciente se convirtió en bandera ciudadana y enarbolándola retomaron el brío perdido.
La causa existe, sin duda. Como en toda gran aglomeración urbana, en la ciudad de México y otras de la República prolifera la violencia agresiva, codiciosa, que asesina y hiere, que despoja e intimida. El grave fenómeno revela las incapacidades de los gobernantes, pero no tiene allí su único origen. Por supuesto es preciso demandar eficacia en sus acciones, pero no cabe esperarlo todo de autoridades eficaces. El tema es de mayor hondura. Tiene qué ver con la actitud mexicana ante la legalidad. No es el caso de ofrecer cápsulas de sociología doméstica (es decir, improvisada y carente de rigor) pero un vistazo a nuestro derredor (acompañado de la necesaria instrospección) nos hace evidente la facilidad con que se infringe la Ley, en conductas de nimia importancia (como la conducción irresponsable de vehículos, nuevos o ruinosos) y en el montaje de verdaderas organizaciones para obtener tramposas devoluciones de dinero fiscal o el pago de indemnizaciones indebidas.
Pero no se trata de proclamar entrar a fondo al problema para eludir sus síntomas visibles. Las manifestaciones de ayer fueron protagonizadas por personas que se sienten vulnerables, que han vivido esa fragilidad, al ser víctimas de delitos. No se debe ni se puede minusvaluar su dolor, su irritación. Tampoco es dable desdeñar la solidaridad con que acudieron a las marchas de ayer ciudadanos que no han padecido en carne propia la violencia delincuencial pero conocen el riesgo en que pone a la convivencia. Cuando el 19 de mayo fue asesinada Lizbeth Salinas y poco después se encontraron los cadáveres de Vicente y Sebastián Gutiérrez Moreno, muchos pensamos que algo peor que esos crímenes y el daño que producen en sus deudos y en su entorno sería la indolencia sobre el destino trágico que los atrapó.
Es bueno ver a la gente en la calle expresando sus demandas. Su presencia allí es parte del conjunto de soluciones que merece la atribulada sociedad mexicana, en ese y en otros temas.