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Plaza pública/Hoy, hoy, ¿hoy?

Miguel Ángel Granados Chapa

Hace no muchos años tenía asidero en la realidad el chiste en que un norteamericano y un mexicano discutían sobre las bondades y ventajas de sus respectivos países. Algo aturullado por la abundancia de señales de superioridad que aducía su vecino, el mexicano lo oyó con alivio ufanarse de que en los Estados Unidos, la noche misma de las elecciones era posible conocer con certidumbre el nombre del ganador de la elección presidencial. En eso ganamos, proclamó triunfador: en México lo sabemos con un año de anticipación. Hoy ya no es verdad ni una cosa ni la otra. El sistema mexicano perdió en buena hora la posibilidad de conocer antes del primer domingo de julio de 2006 quién será Presidente de la República y del mismo modo en que ocurrió hace cuatro años, no es seguro que esta misma noche pueda saberse si George W. Bush permanecerá en la Casa Blanca o si será reemplazado en el próximo enero por el senador John F. Kerry.

Aunque en rigor legal los ciudadanos norteamericanos no eligen a su Presidente mediante su voto directo, sino que confieren poder a electores que en diciembre próximo determinarán quién lo es, la amnesia y la conveniencia habían hecho creer que no había nunca ocurrido diferencia entre el ganador del voto popular y el del voto en el colegio electoral. En el año 2000 sí la hubo: el candidato demócrata Al Gore obtuvo más votos ciudadanos que su adversario y sin embargo éste asumió la Presidencia, gracias a que un puñado de votos sospechosos determinó que los 27 votos electorales de Florida (casualmente gobernado por Jeff Bush, su hermano) fueran a su vez determinantes de la elección presidencial, sacramentada de ese modo por la Suprema Corte.

Esa experiencia ha obligado, dentro y fuera de Estados Unidos, a dudar de la eficacia del sistema electoral norteamericano, y aun de su transparencia y hasta de su pureza. Nadie que conociera con una mínima profundidad la historia estadunidenese podía abrir admirativamente la boca si se hablaba de elecciones.

Todavía paladeo la magnífica reconstrucción hecha por Gore Vidal sobre el fraude electoral de 1876 (tal fecha es el nombre de su novela), precisamente el año del primer centenario de ese país, cuando el republicano Hayes arrebató de mal modo la Presidencia al demócrata Tilden. Y otros episodios no tan distantes podrían reforzar nuestro escepticismo sobre el funcionamiento del colegio electoral, aunque nunca hubo uno tan burdo como el de 1824: Jackson, héroe de la independencia, ganó más de 150 mil votos populares y 99 votos electorales, contra los 108 mil y 84 de Adams, que sin embargo compró la Presidencia.

La sospecha de hace cuatro años, y una diversidad de factores hacen posible que tal vez debamos esperar más allá de esta noche para conocer el resultado de la elección presidencial y con mayor razón el de los comicios legislativos, de los que también depende el talante del nuevo Gobierno. Temo, sin embargo, que hoy o en los próximos días sepamos de la reelección de Bush, que el año pasado fracturó las bases de la convivencia internacional mediante la decisión unilateral de atacar con razones inventadas a Saddam Hussein y abrió con ello la esclusa a la arbitrariedad ejercida por el crudo motivo de poder hacerlo.

La elección de hoy interesa a los mexicanos más que nunca, pues la situación actual y aun el destino de nuestro país están atados estrechamente a los de nuestro poderoso vecino. La enorme multitud de nuestros connacionales radicados en aquel país, y las remesas que alivian las penurias de sus familias y de la economía mexicana en general constituyen un factor suficientemente fuerte para explicar ese interés. Ninguno de los dos candidatos se refirió con amplitud en los debates y sus campañas a esa porción específica de la migración que tan útil es para la vida productiva norteamericana. Hay quienes piensan, a pesar de la evidencia en contrario, que tan pronto Bush dejara de concentrarse en su defensa de la seguridad y su lucha contra el terrorismo, volverá a poner su atención en su vecino favorito, nuestro país. Esa esperanza se basa en la creencia, difundida por el presidente Fox y su entonces canciller Jorge G. Castañeda, de que era inminente un acuerdo migratorio al comenzar septiembre, debido precisamente a la buena disposición de Bush.

Parece que no era así. El embajador Jeffrey Davidow narra con pormenores en su libro El oso y el puercoespín el proceso bilateral sobre la materia, en que había avances pero nunca la proximidad al acuerdo que se festinaba en México.

Davidow relata haber dicho a Castañeda, después de que habló de la enchilada completa, “que era un error presionar tanto y que sus comentarios en público estaban creando expectativas que llevarían a los presidentes a fracasar cuando se reunieran nuevamente en septiembre...(pues) el estado de ánimo en Washington exigía dar pasos lentos”. Eso no obstante, Castañeda según el embajador quiso forzar las cosas y en el encuentro previsto, pocos días antes de los atentados, escribió para Fox un discurso en términos “que lo hicieron sonar como un ultimátum” y que dio a los norteamericanos “una sorpresa mayúscula”, que se convirtió en molestia. Al cabo, los presidentes: terminaron hablando sin escucharse. La conversación siguió de manera torpe y se desvió a otros temas sin llegar jamás a una conclusión sobre el asunto migratorio”.

De modo que en ese tema no habría que esperar mucho de Bush. Lo sabemos de cierto. Podemos, en cambio, esperar algo diferente de Kerry.

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