¿Por qué la Constitución demanda a quien aspire a la Presidencia de la República separarse de su cargo seis meses antes del día de la elección, si es secretario o subsecretario de Estado, gobernador o procurador de la República?
¿Por qué lo hace también respecto de los militares en servicio activo? Porque se trata de que el poder no engendre poder, de que una posición política previa no otorgue ventaja a un contendiente sobre otros. Si eso dice la Constitución respecto de funcionarios públicos, ¿es válido extender el razonamiento que está implícito en esos requisitos del artículo 82 al nivel de la familia, tal como se ha planteado en el caso de las señoras Marta Sahagún de Fox o María del Carmen Ramírez de Sánchez? Me parece que sí, porque es democráticamente ilícito el establecimiento de una dinastía, la transmisión de un cargo entre esposos o parientes en general, aunque por supuesto medie la elección en urnas de un partido o las constitucionales si en ellas pesó el poder del gobernante que entregará el mando a su cercano, carente de una proyección política por sí mismo.
¿Qué hubiéramos dicho si José López Portillo, que hizo de Margarita su hermana la omnipotente directora general de Radio, Televisión y Cinematografía hubiera discurrido hacerla candidata a la Presidencia? ¿O, algo que en apariencia más pudo ser, que hubiera otorgado ese rango a la secretaria de Turismo, Rosa Luz Alegría? ¿Qué si Raúl Salinas de Gortari y no Luis Donaldo Colosio y Ernesto Zedillo hubiera sido el delfín de su hermano? ¿Qué diríamos si Vicente Fox Quesada pensara en que lo reemplace Vicente Fox de la Concha? Pues no otro es el caso de las señoras Fox y Sánchez.
Ellas han tenido la posibilidad, concretada ya respecto de la segunda, de figurar como aspirantes a cargos de elección popular única y exclusivamente por su carácter de esposas, del Presidente de la República y del Gobernador de Tlaxcala. Su potencia política es reflejo y consecuencia del poder que ganaron sus maridos en las urnas.
No hubieran aparecido en los elencos de aspirantes a los cargos que les interesan de no mediar esa relación conyugal.
Hace diez días, la señora Fox se eliminó a sí misma, aunque no por propia voluntad, de la carrera presidencial. La señora Sánchez, en cambio, ha avanzado al punto de ser ya la candidata de su partido, aunque falte para que lo sea formalmente el desahogo de las impugnaciones de sus adversarios. (Y pudiera también ocurrir que una decisión judicial la inhabilitara, si el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación valida la norma estatutaria del PRD que impide la postulación a cargos de elección popular de parientes próximos de quienes ejercen tales cargos).
Pero atengámonos al hecho consumado: La senadora Ramírez es la candidata del PRD. Así lo decidió la mayoría de sus compañeros, que la conocían por el doble carácter con que ha estado presente en la escena pública: desde 1998, como Primera Dama: ha sido presidenta del DIF de Tlaxcala y es senadora desde 2000. En esa doble función realiza tareas, va y viene, organiza y otorga, ayuda y apoya. Es comprensible su popularidad.
Pero en la única oportunidad que tuvo de traducir el asentimiento público en votos en su favor, no consiguió buenos resultados. Con el amor que evidentemente le tiene, su esposo el gobernador Alfonso Sánchez Anaya aduce que ella ganó una senaduría. En realidad perdió una, la de mayoría y tuvo que contentarse con la de minoría. Para efectos prácticos da lo mismo. Pero una resulta de la victoria, la otra de la derrota, lo que es significativo en términos del apoyo de los votantes en sucesivas contiendas.
La senadora Ramírez de Sánchez se medirá de nuevo con quien ya la venció en las urnas, el senador Mariano González Zarur. Cada uno ocupaba el primer lugar en la fórmula de candidatos al Senado La del PRI, triunfadora y presentada por sólo ese partido, alcanzó 127,057; la de la Alianza por México (PRD, PT, Convergencia, PAS y PSN), llegó a 109,735. Una derrota inicial no condena a una segunda, por supuesto. Pero es un antecedente que los partidos deben considerar, sobre todo a la luz de los resultados electorales del sexenio que está por concluir y de la nueva integración de las fuerzas políticas.
Sánchez Anaya ganó la gubernatura en 1998 con 110 mil votos perredistas, 30 mil del PT y diez mil del PVEM. El PRI, por su parte, obtuvo 143 mil votos, sólo ocho mil debajo del total de Sánchez Anaya y 31 mil más que el PRD a solas. Los alineamientos actuales debilitarán a la opción perredista. El Verde, como en todas partes, se aliará al PRI. El del Trabajo contará con su candidato propio, Héctor Ortiz, que hubiera podido ser una buena carta en el PRI. De modo que esos aliados de 1998 no estarán presentes ahora.
Y quizá haya que agregar una disminución de la fidelidad perredista, causada por la convicción en algunos segmentos del partido de que la senadora Ramírez obtuvo su candidatura de tal modo que no obliga a la obediencia partidaria ni al acatamiento de la decisión mayoritaria por las minorías.
Una palabra sobre la misoginia, enfermedad social alegada por la señora Fox y la senadora Ramírez como causal de la crítica a sus aspiraciones. No hay tal. Una mujer, como ellas, ganó hace tres semanas la gubernatura de Zacatecas. Pero, salvo en el PRI despechado, en ninguna parte se advierte malestar por ese triunfo, sino al contrario. Porque Amalia García alcanzó esa posición y otras antes, por sí misma.