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Policías homicidas/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

En la madrugada del sábado 29 de mayo, tropas de la Agencia Federal de Investigación realizaron un cateo en el mercado Sonora, en la porción oriente de la antigua traza de la ciudad de México. Al someter a un comerciante que rehusó abrir su local, por lo menos siete agentes lo tundieron de tal forma que lo privaron de la vida. Están detenidos, acusados de homicidio, pero alegan en su descargo que la víctima falleció por sofocamiento, ahogado con su propio vómito, pues se hallaba en estado de ebriedad.

La sustancia de este lance policíaco es la comisión de un asesinato, o la muerte accidental de una persona si la versión de los miembros de la AFI y aun del visitador general de la PGR, Ángel Buendía, es correcta. Hay que revisar las condiciones de ese fallecimiento. Pero el episodio obliga también a formular consideraciones sobre las prácticas de esa Agencia, que presumiblemente superaría los modos de la Policía Judicial Federal, así en su propósito como en su método.

La operación sabatina estaba destinada a asegurar, como denomina la Ley a lo que el lenguaje común llama decomiso, mercancía que se vende ilegalmente. Se trataba, en este caso, de discos piratas, ejemplares no autorizados cuyo comercio si bien favorece la economía de los consumidores, por el bajo precio de las piezas, lesiona fuertemente a la industria y el comercio de grabaciones, tanto que se presume no lejana la ocasión en que desaparezcan por incosteables, en espera de ser sustituidos por otros mecanismos de registro que no sean susceptibles de apropiación ilegal.

A nadie escapa la torpeza, la perversa futilidad de atacar el problema en su extremo final, persiguiendo a los detallistas como los que presumiblemente fueron cateados en el mercado Sonora. Son miles los puntos de venta al menudeo y por más eficaz que fuera la AFI, que no lo es, le resultaría imposible frenar de ese modo la piratería, pues cada vendedor detenido puede ser reemplazado por uno equivalente o por muchos, que encuentran en la captura de uno de los suyos la ocasión para ocupar su sitio, para incrementar sus operaciones. Salta a la vista que sería más fructífero impedir que las piezas falsificadas o reproducidas sin permiso lleguen al comercio callejero. Para eso sería preciso frenar la fabricación y obturar los canales de distribución en gran escala. Se debe evitar el comercio al mayoreo en vez de intentar inútilmente derrotar el menudeo.

Pero si se elige esta opción, debe hacerse con escrúpulo legal, para que la acción respectiva no parezca un asalto delincuencial y evitar en cambio que en eso se convierte la práctica de una diligencia ministerial que catea locales comerciales en la madrugada. Con razón, las víctimas de estas operaciones (que así hay que considerarlas, víctimas y no evasores fiscales puestos al descubierto) se rehúsan a cooperar y hasta oponen resistencia a las acciones de la autoridad. Por lo demás, si se trata de evitar la piratería de piezas gramofónicas, no se entiende por qué debía catearse un local dedicado a la venta de juguetes baratos, de plástico de fabricación nacional, donde no se usurpaban los derechos de ninguna marca registrada.

Eso hicieron, sin embargo, los agentes que encontraron resistencia en el comerciante Manuel Zárate Villarruel, que a decir de testigos demandaba la exhibición de la orden de cateo correspondiente. Ante esa razonable exigencia, los agentes lo capturaron y lo apresaron en un vehículo. Cierto o falso que estuviera ebrio, los miembros de la AFI lo enfrentaron como a un enemigo peligroso, cuando en realidad estaba inerme y con las defensas bajas. Lo redujeron e inmovilizaron, a base de golpes cuya huella aparece esparcida en todo el cuerpo de la víctima. Y luego, por efecto de la propia agresión según dicen testigos y deudos de Zárate Villarruel o por puro efecto fisiológico como sostiene la PGR, el comerciante se ahogó con su propio vómito.

La versión de la AFI tiene un grave defecto: se parece en exceso a la ofrecida para explicar un homicidio anterior, cuyos responsables no fueron castigados. La semejanza puede indicar al mismo tiempo que un patrón de conducta un modelo de excusa. El sábado santo de 2002, murió en circunstancias análogas un presunto secuestrador, Guillermo Vélez Mendoza, de treinta y pocos años. Se pretendió que al ser trasladado a los separos de la AFI había intentado huir y al sometérsele le fue producida la asfixia que lo llevó a la muerte. Su horrorizado padre descubrió, sin embargo, que el cuerpo de su hijo mostraba la huella de decenas de golpes, por lo que forzó una investigación que puso en claro la brutalidad con que el joven, que apenas superaba la treintena de años, había sido atacado.

Como ahora, los agentes de la AFI fueron encubiertos por otras áreas de la PGR pero al fin se dictó orden de aprehensión contra un pequeño grupo de agentes, cuya cabeza, el comandante Hugo Armando Muro Arellano fue acusado de homicidio culposo, como si la víctima se le hubiera muerto por azar. Corregida la acusación para procesarlo por homicidio doloso, es decir intencional (porque ni siquiera había orden de aprehender a Vélez Mendoza), de nada sirvió porque sus compañeros de la AFI, encargados de detenerlo, se mostraron convenientemente negligentes y no cumplieron nunca la orden.

Es grave de suyo la violencia homicida. Pero es inadmisible cuando la practican las agencias encargadas de combatirla y cuentan en su beneficio con la lenidad de los superiores.

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