Sin proyecto ni organización, sin fuerza ni inteligencia, los políticos hicieron de la popularidad y la fama pública el pedestal de la estatua que venían autoesculpiéndose. Hoy, sin embargo, el pedestal se desmorona y absurdamente, creen que su estatua se mantiene incólume.
Los políticos llegan tarde a la cita con el destino que laboriosamente construyeron. Llegan sin saber cómo reaccionar ante eso que siempre estuvo en el horizonte y que era jugar a construir liderazgos clientelares, desatender el trabajo institucional, descuidar a sus propios partidos y fincar todo en su sola personalidad. Llegan tarde pero, ahora sí, apremiados por el tiempo que les queda para reaccionar y entonces, el sello de desesperación que imprimen a sus actos, los lleva a actuar con una suerte de dislexia política que los hace, además de ridículos, doblemente vulnerables. La nueva demagogia, amparada en la mercadotecnia y el cultivo de la popularidad, no rinde ya los frutos que tanta felicidad les producía.
Los políticos están en un apuro pero lo verdaderamente grave es que, en esa crisis, sus respectivos partidos estén igual y arrastren al país en ella. Pueden colgarse de esa crisis los políticos que hacen política bajo juramento de ser sólo “ciudadanos” pero, hasta hoy, no se conoce una democracia sin partidos. La conclusión es obvia: más allá del accidente de los políticos, la incipiente democracia mexicana está en peligro.
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A algunos políticos, Vicente Fox por ejemplo, la mercadotecnia y su perfil mediático ya no los sostienen por más esfuerzos y empeños de sus estrategas. Ahora, si al mandatario se le ocurre entrar en debate con “Paco” -el perico mudo-, el perico resulta más sensato que el Presidente de la República.
El mandatario cayó en su propia trampa. Hizo de la popularidad el fin y no el medio para sacar adelante sus proyectos. Creyó que bastaba su popularidad para doblegar al Congreso y que, en esa medida, hacer política era prescindible y entonces, ni sacó adelante sus proyectos, lastimó las relaciones con el Poder Legislativo y su propio partido y peor aún hizo de la popularidad un objetivo. Acumulaba popularidad sin gastarla y terminó despilfarrándola, arrojándola al cesto de la frivolidad como norma de conducta.
Hoy, para nadie es un secreto que el Gobierno de Fox duró tres años donde no hubo resultados y que, ahora, administra el tiempo que le resta al sexenio. Fox, que pudo actuar con enorme paz y tranquilidad porque, desde el momento mismo en que tomó las riendas de la Presidencia de la República, tenía asegurado el pase a la historia por cuanto que había desplazado de esa posición a una fuerza que había prevalecido ahí más 70 años, no supo convertirse en un jefe de gobierno y menos en un jefe de Estado. Fue un buen candidato triunfador, eso fue todo.
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A otros políticos, como Andrés Manuel López Obrador por ejemplo, no les resta más que aferrarse a la teoría del complot en su contra como el último recurso de su sobrevivencia política y tratar, desde esa plataforma, de remontar la crisis que los hunde.
En la medida que el jefe del gobierno capitalino no supo encarar la situación en que lo colocaba su ex secretario particular, René Bejarano y su secretario de Finanzas, Gustavo Ponce, además de otros colaboradores y compañeros de partido que aún están a su lado, el discurso del complot es insostenible. Desde el arranque del escándalo de los videos, López Obrador estaba obligado a hacer un claro y categórico deslinde de quienes manifiestamente habían incurrido en prácticas corruptas, declarar una crisis de gabinete y reconformar su gobierno. No lo hizo y sí, en cambio, acaso por intuición, privilegió el discurso del complot que, hasta ahora pero aún sin solidez, comienza a configurarse con cierta consistencia. Pero poner el acento en el complot, sin ponerlo en la autocrítica, fue un error garrafal.
Coyunturalmente, ése es el problema del jefe del gobierno capitalino. Estructuralmente, es más profundo. Desde el arranque de su gobierno mandó señales de que no todos aquellos que lo integraban estaban ahí porque él quisiera. Así, desfiguró las funciones de gobierno en razón de las cuotas políticas que daba a las distintas corrientes del partido. Si él no seleccionó a Bejarano como su secretario, entonces el propio Bejarano se le impuso pero eso no le resta responsabilidad a él. Si César Buenrostro no era ni es persona de su confianza, no era indicado que Claudia Sheinbaum llevara la construcción de los segundos pisos. Si Agustín Ortiz Pinchetti no era en realidad el secretario de Gobierno sino nada más el responsable de las relaciones con Gobernación y la reforma política, tenía que haber hecho otro tipo de operación política...
Esos arreglos se vieron acompañados de otro problema que estructuralmente lo afectó, desde un principio: un autoritarismo amparado en el populismo. Andrés Manuel comenzó a legislar a través de los bandos, además una y otra vez manifestó resistencia a la idea de debatir seriamente lo que era su proyecto de gobierno y más todavía a insertarse en la cultura de la transparencia y el acceso a la información. La construcción del fantasma del Innombrable arrancó desde mediados del año pasado y por eso, hoy la teoría del complot suena a un discurso desgastado como también las conferencias donde dice lo que quiere y no responde lo que se le pregunta. Todo eso, hoy, agrega problemas serios a la coyuntura porque, eso, fue constituyendo su estilo personal de gobernar.
Hoy, Andrés Manuel se ve solo. No se ve, como es obvio, el respaldo de la acción de su partido como tampoco la de su equipo de gobierno. Él dicta las conferencias, él toma las decisiones y se intuye, tiene una terrible desconfianza en su propio equipo de trabajo. Está en un serio apuro.
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En ese sentido, actuó mejor el Partido de la Revolución Democrática. Leonel Godoy supo actuar con decisión y de inmediato, tomar medidas contundentes para contener el efecto que la actuación de Rosario Robles, Ramón Sosamontes y Carlos Ímaz y sus vínculos con el empresario, Carlos Ahumada, iban a acarrear a la organización.
Ese esfuerzo, sin embargo, lo vulneró Cuauhtémoc Cárdenas que con su protagonismo y algo más, quiso deslindarse del partido. Cárdenas ya debe muchas explicaciones a la ciudadanía y a su partido. Debe explicar por qué dejó a Rosario Robles en la jefatura del gobierno y por qué la apoyó para alcanzar la presidencia del partido. A los capitalinos nunca les explicó por qué ya no regresó al Gobierno del Distrito Federal después que había sido derrotado como candidato. A los electores y a sus correligionarios les debe el balance de su última candidatura presidencial, sin resbalar irresponsablemente toda la culpa sobre su partido. Ahora, debe explicar seriamente, sin confundir los caprichos o los problemas con los principios, por qué precipitó su distanciamiento del partido.
Tal parece que Cuauhtémoc Cárdenas encubre sus propias responsabilidades políticas en la exigencia de cuentas que a todos formula. Y en esto, es una pena que alguien que resultó fundamental en los pasos que se dieron rumbo a la democracia, que ahora está en peligro, eluda su propia responsabilidad.
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Carlos Salinas de Gortari debería decir, aunque fuera de manera aproximada, cuándo calcula que arrancará el juicio de la historia sobre su conducta política. En cada ocasión que se le pregunta sobre los juicios que se le formulan, él carga la sentencia final a la historia pero nunca dice cuándo empieza ésta.
Al ex mandatario se le reconoce la visión que tuvo, particularmente, en el campo de la apertura económica como también la ceguera que tuvo en el campo de la apertura política. El trayecto que corre desde su candidatura presidencial hasta su salida de Los Pinos está salpicado de sangre. Desde los asesinatos ya olvidados de los operadores electorales de Cuauhtémoc Cárdenas, Francisco Xavier Ovando y Román Gil Heráldez, hasta el homicidio de Luis Donaldo Colosio, hablan de una adicción a la perversidad política. Se le reconoce lo uno, pero también lo otro.
Conforme a la moda política, Salinas tiende a autovictimizarse. La bala que mató a Colosio lo hirió políticamente a él. El levantamiento armado en Chiapas le echó a perder el ingreso de México al primer mundo. Los cardenistas muertos en Michoacán vulneraron su prestigio en el mundo. Antes la nomenclatura del PRI, después Ernesto Zedillo, ahora Andrés Manuel, todos se empeñan en hacerle daño siendo que él hizo puro bien. Como antes, Salinas está en un apuro.
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La extensión de este Sobreaviso y quizá, de otros muchos, sería insuficiente para reseñar el apuro en que están los políticos mexicanos y el peligro en que colocan a la incipiente democracia mexicana.
Una respetuosísima mención merece, sin embargo, Su Serenísima Alteza Arturo Montiel que trascendió, como candidato, por su célebre propaganda diciendo que acabaría con “las ratas” en el Estado de México. Así, con ese lenguaje. Ese gran estadista que, desde finales de 1999, no ha logrado integrar un equipo de gobierno, ahora se dedica a encarcelar a aquellos ciudadanos que no se refieran a sus pifias con profundísimo respeto.
En el reino de Montiel se puede secuestrar y canjear funcionarios públicos, se puede marchar con machetes, se puede echar por tierra un aeropuerto, se puede disolver la autoridad municipal, se puede impedir el voto ciudadano..., ¡ah!, pero, eso sí, a Su Majestad Arturo Montiel de ningún modo se le puede decir ¡tonto! (sic, con amparo). Que tomen nota de ello los súbditos, antes de que los mastines del Rey, Manuel Cadena y Alfonso Navarrete, usen como tolete la Constitución.
Los políticos están en un apuro, los partidos también, ojalá no la emprendan contra la democracia.