Nadie duda que el presidente Vicente Fox fue un candidato carismático que alcanzó un alto grado de popularidad durante los días de campaña en el año dos mil y que en lo personal mantiene buena parte de ella después de tres años de Gobierno. Pero también es cierto que hay un sector importante de la sociedad que considera que el Presidente no ha cumplido buena parte de sus promesas.
No obstante lo anterior, Fox no debe auto evaluar su popularidad y menos colocándola por encima del sesenta por ciento, ni compararla con la que tienen otros presidentes latinoamericanos, como es el caso de Luiz Inácio Lula da Silva, de Brasil. Primero, porque el último que debe exteriorizar una consideración de ese tipo es el propio interesado, sin olvidar que alabanza en boca propia es vituperio.
Y segundo, porque la administración pública federal y específicamente el poder Ejecutivo no sólo lo compone el jefe de ese poder, sino además todo su gabinete y en ese sentido es ostensible que la mayoría del pueblo no está de acuerdo con la forma en que muchas de las secretarías de Estado han sido manejadas por sus titulares, en contra de los cuales hay resentimientos, sobre todo con los encargados de las carteras de Trabajo y Agricultura.
El Presidente debería dejar que sea el pueblo y no él mismo quien lo califique. Pero de manera especial debe atenerse al juicio que eventualmente emita la historia; pues para juzgar la obra de un gobernante se requiere de tiempo y distancia, ya que es entonces, al materializarse ambos factores, cuando se puede evaluar en su justa dimensión un determinado régimen. En ese sentido, Fox debe someterse al juicio de la historia y dejar de lado las trivialidades.
