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Presidencialismo hacendario/Sobreaviso

René Delgado

Aun cuando no lo parezca, el presidencialismo está a debate en la Convención Nacional Hacendaria. En ese foro, la principal posición de nuestro régimen político se puede remodelar, o bien, se puede desfigurar por completo. Al debatir la reconfiguración de la hacienda pública que es en el fondo una discusión sobre el reparto del poder -los recursos públicos, en buena parte son eso- los convencionistas están frente a una oportunidad para reflexionar qué tipo de presidencialismo se quiere remodelar. Están ante esa oportunidad o ante el peligro, si hay mezquindad o descuido político, de terminar por desmantelar un presidencialismo que, entre sus últimos pivotes, tiene el manejo centralizado de la hacienda pública. Esa es la dimensión real del debate en Querétaro.

La gran interrogante es si los convencionistas y los legisladores tienen conciencia cabal de lo que están hablando. Vamos, conciencia de la oportunidad que puedan darle a la República o del problema que le pueden provocar si no toman en serio la Convención Nacional Hacendaria.

*** Fracasadas o no, las tres convenciones -1925,1933 y 1947- que anteceden a la actual se plantearon qué hacer con el poder en las distintas coyunturas que, en su momento, dominaban la escena política. En 1925 el país salía de la Revolución y era preciso civilizar el poder y la hacienda pública. En 1933, el efecto del crack económico se resentía en el país. En 1947, se salía de la segunda guerra mundial. Se debatía la hacienda pública pero, en el fondo, se debatía el reparto del poder.

De esas convenciones, apenas la tercera tuvo un éxito parcial. Esta vez, la circunstancia es diferente pero no distinta del todo. Si bien el debate se expresa en términos técnicos, su resultado tiene una fuerte dosis política. La alternancia en el poder presidencial, la pluralidad política en los Gobiernos estatales y municipales, y las penurias económicas públicas obligan a replantearse qué hacer con la hacienda pero también qué hacer con el poder.

*** En el fondo, las palancas del viejo poder presidencial no existen más pero -y ese es el problema- la élite política no ha logrado plantearse en serio en qué consiste el nuevo presidencialismo mexicano. El saneamiento de las finanzas públicas, el adelgazamiento del Estado y la apertura económica de México que, en términos económicos, se presentó como un acierto, en el campo político tuvo un efecto secundario sobre la estructura del poder presidencial.

Un efecto no calculado que desmadejó políticamente ese poder. La supresión del sector público de la economía supuso el sacrificio de muchas palancas y resortes del poder presidencial, tanto económicos como políticos. El hecho de perder alrededor de un millar de entidades públicas tuvo dos efectos: uno, perdió el control de la economía y, dos, perdió la posibilidad de darle juego a parte de lo que era la clase política tricolor.

Por lo demás, la legalización de varias reformas implicó golpear ideológica, política y electoralmente a la maquinaria tricolor que lentamente comenzó a vivir la merma del poder acumulado durante décadas.

El mandatario perdió, así, el control sobre la economía, el control sobre el partido hegemónico y, en buena medida, el control sobre la política. A esas dos palancas del poder presidencial se agregó otra sobre la cual aún no se acaba de reparar.

La Secretaría de Gobernación también dejó de ser lo que era. Sufrió un recorte político que, en los hechos, le significó cambiar de rol y, aún hoy, no está claro cuál es ese rol. Estructuralmente, a Gobernación se le retiró el control de las elecciones, el cuidado de los derechos humanos, el control del partido entonces en el poder y, coyunturalmente -sobre todo, durante el salinismo-, se le retiró el control de los servicios de inteligencia y la relación con los partidos políticos.

Y, más recientemente, se le retiró el control el sistema de seguridad pública a través de la creación de la correspondiente secretaría de Estado. Aunada a ello, la transformación política del país dejó al mandatario sin mayoría en el Congreso y, por como se ven las cosas, esa nueva realidad prevalecerá por varios años.

En alrededor de 15 años, la Presidencia de la República dejó de ser lo que era. Perdió las palancas económicas, perdió varios resortes políticos, desarticuló los servicios de inteligencia y los policíacos, y se quedó apenas con el manejo centralizado de la hacienda pública que ahora, justamente, se encuentra sujeto a debate.

Todo eso perdió el presidencialismo tradicional y los partidos políticos no tuvieron la visión ni la capacidad de plantear cuál sería el nuevo presidencialismo mexicano.

*** Desde esa perspectiva, se puede decir -más allá de las limitaciones de Vicente Fox- que el actual jefe del Ejecutivo ganó la elección de 2000, pero no ganó el Gobierno y mucho menos el poder. Parte del drama que vive, sufre y profundiza Vicente Fox es ése. Por esa razón, el debate de la Convención Nacional Hacendaria debería reconocer su carácter histórico.

En la conclusión que tenga esa convención está en juego el presidencialismo mexicano. Bien puede replantearse o bien puede desfigurarse. En el acierto o en el error en que incurran los convencionistas se estarán jugando mucho más que la hacienda pública. Si de ese modo se viera la convención, los participantes deberían escapar a la idea de convertir ese foro en la tribuna para terminar de vulnerar a un Gobierno que, a tres años de ejercicio, no acaba de configurarse. Escapar a la idea de convertir el foro en la tribuna para elevar el reclamo de más recursos. Escapar a la idea de convertir el foro en la tribuna para exigir a los federados que, si quieren más recursos, aumenten impuestos y crezcan la captación.

Escapar a la idea de convertir el foro en la tribuna para debatir un solo impuesto (el IVA) como si de él dependiera toda la hacienda. Escapar a la idea de convertir el foro en la tribuna de lucimiento para proyectarse hacia la próxima competencia presidencial. Escapar a la idea de convertir el foro en la tribuna para acrecentar la popularidad y crecer el nivel de sus aspiraciones personales. Escapar a la idea de convertir el foro en una convención de cuentachiles.

Es de mucho mayor fondo lo que está en juego. Si los convencionistas no escapan a eso, terminarán por llevar al traste al actual Gobierno y, quizá, eso podrían verlo como una ganancia política. Pero, además de eso -y eso es todavía más importante-, terminarán por llevar al traste al próximo Gobierno. Si el próximo presidente de la República, cualquiera que éste sea, no tiene claro el límite y el horizonte de su función, la República saldrá perdiendo.

*** Desde luego, la conducta de la mayor parte de los actores políticos no favorece la idea de que, a diferencia de las otras convenciones, ésta llegue a buen puerto. El camino de aquí a julio, cuando la convención deberá dar a conocer sus conclusiones, está tan empedrado como desnivelado. Están las elecciones en 14 entidades, está el debate sobre las pensiones del Seguro Social, está el segundo período ordinario de sesiones, están las actividades y actos partidistas que obligan a definiciones serias, está el asunto de los pagarés de la banca, está el brutal y bruto desbocamiento de algunas figuras políticas interesadas en posicionarse desde ahora ante la próxima contienda presidencial.

Está todo aquello que, en el fondo, genera un fuerte escepticismo frente al resultado de la convención. Ese escepticismo, sin embargo, es a la vez la oportunidad de la convención. Como son ya muchos los fracasos políticos acumulados a lo largo del sexenio, la expectativa frente a la convención es moderada y, entonces, ese mal ambiente podría ser, por absurdo que parezca, la oportunidad de la convención.

Convertir esa debilidad en una fortaleza exige una conducta moderada por parte de los convencionistas. Abrir los oídos, recoger la lengua, evitar concentrar la atención en una parte del todo... vamos, exige cierta disposición y generosidad para entender que los resultados de la convención tendrían un carácter transexenal.

En esa lógica, quienes deberían cuidar en extremo la convención son justamente quienes desde ahora sienten tener escriturada la residencia oficial de Los Pinos. Los precandidatos presidenciales deberían ser los primeros interesados en ensanchar el espacio de la convención y mantenerla con un bajo perfil para que, en verdad, arribe a conclusiones que, si bien de algo le puedan servir a Vicente Fox, más les sirvan a ellos.

*** Si los precandidatos presidenciales no cuidan la convención y trabajan en abono de ella, podrán seguir sobrecalentando sus aspiraciones y, en caso de colmarlas con el triunfo electoral en 2006, se van a encontrar con una Presidencia de la República todavía más maniatada e indefinida que la actual.

En la ambición sin sentido del poder, aun así les puede resultar atractivo ocupar la residencia de Los Pinos. Pero está claro que la República no puede resistir una vez más ver cómo transcurren los sexenios sin que ello suponga una alternativa para el país. Desde esa perspectiva, el fracaso de la convención significaría el fracaso de un país que, ante la oportunidad de construir acuerdos para recolocar al país en los rieles de la consolidación de su democracia y en los rieles del crecimiento y el desarrollo económico, insiste en autoflagelarse y demoler los pocos referentes que le quedan. La convención arrancó sin generar grandes expectativas y eso es bueno. A ver si los convencionistas entienden lo que están debatiendo ahí. La oportunidad o el problema que de su reunión pueden derivar.

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