La discusión en México se da en relación a una nueva propuesta de vida política; dentro de la democracia por supuesto; continuar con el sistema de presidencialismo, impuesto después de la Independencia, venciendo resistencias de conservadores y monárquicos; o cambiar al parlamentarismo, que ofrece un medio de fraccionar el poder para evitar el retorno del temido absolutismo, cuyo ejemplo es el de la monarquía y la dictadura militar.
La historia de nuestra Patria es ya por todos conocida, aunque ahora existen investigadores que revelan verdades y puntos de vista que fueron escondidos por mucho tiempo por el sistema mexicano, que disfrazado de democrático ocultaba un absolutismo de inicio militar, luego civil, pero siempre “monopoderoso”, centrado en un presidente que a la vez era semidios, rey sin entronamiento oficial y dictador de apariencia blanda pero de mano férrea.
La pregunta que viene a la mente es la que muchos mexicanos se han hecho a través de la historia: ¿qué tipo de organización política es la que mejor les acomoda y desean los mexicanos?
Si nos apegamos a la genética social de nuestros orígenes como nación, veremos que recibimos las influencias por dos vertientes: La indígena, que vivían un régimen totalitarista dirigido por un Tlatoani (caudillo) asesorado por un consejo de ancianos y apoyado con la fuerza de su ejército y por la otra, un sistema monárquico que en sus empeños de dominar al mundo envió a América; primero exploradores, soldados salvajes y rabiosos, y luego a cortesanos ansiosos de fortuna que, con las patentes de corso llamadas virrey, conde, varón, etc., buscaron la explotación para el bien de su rey por definición y el enriquecimiento propio y de sus familias, por acción.
Luego de pasado el tiempo, relativamente corto, sólo alrededor de 300 años, el sistema de tributo del virreinato se agotó por la más elemental de las reglas socioeconómicas: la propiedad estaba en manos de los dominadores que, con el paso del tiempo y las generaciones familiares, ya no consideraban justo ni propio entregar el producto del esfuerzo indígena y mestizo a un rey que vivía allende el mar. Aquellos administradores de la Nueva España no deseaban seguir enviando dinero a Europa, que además se gastaba en guerras que finalmente, conforme a la historia, resultaron inútiles y desgastantes.
Luego apareció la lucha entre los conservadores y liberales; los primeros descendientes de aquellos que poseían o habían detentado el poder económico y los segundos, que buscaban crearse espacios en las esferas políticas y sociales; tener oportunidades para ellos y sus familiares.
No faltaron algunos radicales que deseaban regresar a los tiempos cuando la moda europea dictaba los usos y las costumbres del México Colonial y recién poscolonial; también querían adoptar sistemas políticos que dieran posibilidades de controlar y monopolizar las distintas alternativas de desempeño laboral, en otras palabras, continuar con una administración injusta del país, en beneficio propio.
Los más radicalizados insistieron en regresar al sistema monárquico; no olviden que algunos de nuestros héroes en su lecho de muerte dictaron su legado de pensamiento político pidiéndole a los mexicanos de la época “obediencia al Rey”.
Como premio de consolación, uno de esos grupos logró coronar a un emperador mexicano y finalmente terminaron por importar a otro, éste de verdad, traído de Europa con “pompa y platillo”.
La historia se repitió; de nuevo los liberales retomaron el camino de la lucha, primero política y posteriormente armada, hasta terminar con el derrocamiento del emperador que a pesar de las súplicas de la emperatriz y embajadores, junto a algunos conservadores monárquicos que aún tenían poder de petición, terminó fusilado en Querétaro, acompañado de dos de sus oficiales.
Y entonces tampoco pudimos ponernos de acuerdo por medio del diálogo y la razón, empeñándonos en luchas fratricidas que nos debilitaron más allá de la simple quiebra económica y perder parte de nuestro territorio nacional.
Así llegaron los esbozos del presidencialismo mexicano, revestidos por la inconformidad y lucha de los partidos perdedores, hasta llegar a la imposición de la dictadura encubierta, protegida por la fuerza de las armas.
Ese sistema permitió, a pesar de todo, sentar bases para construir el México moderno, no sin antes padecer una revolución que cobró una elevada factura en vidas humanas (algunos autores calculan un millón de muertos) y más descapitalización.
La dictadura perfecta, cerrada al mundo y aparentada con “ventanas mentirosas”, también dejó su lugar a los inicios de vida democrática verdadera, hasta llegar al momento culminante, la elección de un presidente mexicano de la oposición.
Ahora aparece una nueva propuesta de reforma: llevar a la mesa de discusión la posibilidad de que el sistema presidencial esté agotado o que vivimos la madurez para un cambio. Una y otra propuesta pudiera parecernos extraída de un nuevo sofisma mexicano. ¿Qué piensa? ¿Será necesario?
La realidad es que el presidencialismo mexicano, igual que otros muchos latinoamericanos, ha sido tomado del modelo de los Estados Unidos de Norteamérica, con características fundamentales como la separación del Poder Ejecutivo, del Legislativo y del Judicial, centrando en una sola figura al Jefe de Estado y al Jefe de Gobierno.
Por su parte, el Parlamento se caracteriza por sentar sus bases en la división del sistema ejecutivo entre un Jefe de Estado y un Jefe de Gobierno nombrado por la mayoría parlamentaria que se divide en Cámara Baja y Cámara Alta, teniendo la primera, comúnmente, atribuciones y facultades más amplias.
Este sistema Parlamentario es un modelo que apareció entre el Siglo XIII Y XIV en Inglaterra y se expandió por la Europa Occidental, teniendo otros ejemplos en Italia, Alemania y España, por nombrar algunos, que varían en los términos empleados para designar a los titulares de Gobierno. Así, el Jefe de Estado puede ser Rey ( Inglaterra, España) o Presidente de la República (Italia o Alemania), en tanto al Jefe de Gobierno se le puede llamar Primer Ministro (Inglaterra o Italia), o Presidente del Gobierno (España), o Canciller (Alemania).
Debo mencionarles que algunos autores discuten sobre cómo nombrar a un tercer sistema de Gobierno al cual llaman Semipresidencial o Semiparlamentario, caso de Francia.
La realidad es que todos los autores coinciden en afirmar que la eficiencia en el desempeño de cualquier sistema político no depende únicamente del diseño institucional o de los sistemas jurídicos, electoral o de partidos; insisten en que es necesario fundamentar la decisión en otros elementos como son la historia y la cultura política de las sociedades, incluidos los usos y costumbres, en los que tenemos mucho que mejorar.
Seguramente el tema se transformará en apasionante, por lo que lo invito a mantenernos atentos a fin de participar, conforme a los principios de ley y orden democráticos. Si usted quiere profundizar en el tema le recomiendo el cuadernillo de divulgación de cultura democrática publicado por el Instituto Federal Electoral denominado “Sistema Parlamentario, Presidencial y Semipresidencial”.
ydarwich@ual.mx