José Gutiérrez Vivó le pregunta, y en caso de que usted fuera el próximo presidente, cómo solucionaría X problema. Después de uno de esos típicos silencios suyos, López Obrador responde “yo voy a”, y de nuevo queda en silencio. El jefe de Gobierno reconsidera y dice “es que dije voy a...” y corrige introduciendo algún tipo de condición: en caso de llegar o algo así. La anécdota refleja el estado de ánimo del gobernante. Pero también desnuda un entorno que puede ser muy peligroso.
Creo que no necesito ratificar mi convencimiento no sólo de la utilidad sino de la trascendencia de las encuestas. En ciencias sociales hay un antes y un después de la aparición de la llamada demoscopía. La forma de conocer, la epistemología de varias disciplinas sociales, simplemente se transformó con la aparición de este fantástico instrumento capaz de rastrear percepciones y valores. La base de información científica se amplió de manera admirable. Qué hubieran dado teóricos como Weber o Toynbee por contar con la Encuesta Mundial de Valores. Además las encuestas y la democracia están íntimamente ligadas. Allí dónde se conocen las necesidades, los reclamos, las demandas, los miedos y, por qué no, las ambiciones y deseos de la población, los gobernantes están en mucho mejor condición de atender a los gobernados. Allí dónde gobiernan dictadores las encuestas son vistas como armas de la subversión.
Por supuesto que las encuestas tienen limitaciones o mejor dicho quienes las usan deben estar conscientes de para qué sirven y para qué no. Los gobernantes que no atienden las encuestas se alejan del sentir popular. Los gobernantes que sólo se guían por encuestas carecen de visión de Estado. Las populares encuestas preelectorales son instrumentos bastante confiables, pero tienen una condicionante insalvable: su capacidad de acierto decrece exponencialmente conforme se alejan de la Diana. De allí la importancia de poder hacer levantamientos horas antes de las jornadas electorales. De lejos se vuelven aproximaciones muy endebles cuando no quimeras. Dos o tres semanas de distancia pueden ser suficientes para que un acontecimiento, una declaración errónea de un candidato por ejemplo, altere los resultados de una contienda. Así de volátil es la opinión pública. Para ejemplos recientes los sustos que se llevaron los priistas en Veracruz y Sinaloa: todas las encuestas les daban a sus candidatos una amplia ventaja y dos sucesos muy concretos estuvieron a punto de derrocarlos. Entonces, la mejor encuesta de intención de voto es la más cercana al día de la elección.
Recuerdo al lector todo lo anterior porque en México en los últimos dos años se ha desatado un súbito entusiasmo por difundir múltiples encuestas de intención de voto sobre el proceso de 2006. Por supuesto que los ejercicios son interesantes, además me imagino que les incrementan los ratings a las televisoras. El negocio para los encuestadores no podría ser mejor. Pero seamos honestos, cualquier especialista sabe que hay algo de irresponsabilidad en tomárselas muy en serio. De entrada ningún partido ha definido a su candidato. Todos sabemos que de la forma como se construya una candidatura depende, en buena medida, la aceptación popular de los candidatos. Es decir los partos son determinantes. Si los procesos internos son claros y convincentes los candidatos crecen. Le ocurrió a Fox y también a Labastida. En contraste el parto de Salinas de Gortari fue terrible y así le fue.
La imagen de los candidatos se va haciendo o deshaciendo poco a poco durante los meses de exposición intensa de las campañas. Algunos crecen otros se desmoronan. Son los casos de Fox, que fue un espléndido candidato y de Labastida que cayó en un deterioro creciente. En fin, las variables son tantas que mucho puede ocurrir en el camino. De allí que las encuestas de inclinación de voto levantadas con excesiva antelación no sean demasiado confiables. ¿Qué valor hubiera tenido una encuesta levantada en 2001 que propusiese como candidatos a Bush o a la señora Clinton? No creo que el lector recuerde alguna así, no la recuerda simplemente porque no se levantan y si alguien lo hace pocos se lo toman en serio. No están hechas para eso. De hecho no son instrumentos de predicción. Veamos experiencias locales: siete meses antes de la elección del año 2000, ya con los candidatos definidos, los principales levantamientos (Reforma, El Universal, GEA, CEO, entre otros) daban ventaja al PRI con Labastida. En algunos casos hasta de 20 puntos porcentuales de ventaja. Creo que no necesito recordar quién ganó. En 2003 ocurrió exactamente lo mismo seis meses antes Reforma, El Universal, GEA y Arcop entre otros, le daban una amplia ventaja al PAN para las elecciones intermedias. Súmese a ello el millón y medio de spots de Presidencia que sólo se detuvieron por el ultimátum del IFE y sin embargo el elector votó como venía votando, en orden PRI, PAN y muy abajo PRD.
En México llevamos dos años diciendo, sin demasiados matices, que López Obrador es casi seguro el próximo presidente. Sin embargo todas las elecciones locales ratifican el uno, dos y tres, PRI, PAN y PRD. Una pregunta: ¿por qué van a salir los votantes sistemáticos del PRI o del PAN a votar por López Obrador? No olvidemos además al 25 por ciento de indecisos que podrían inclinar la balanza. El asunto dista mucho de ser claro. Por si fuera poco en las últimas elecciones locales el castigo al PRD ha sido brutal: en varias Entidades no logró ni siquiera alcanzar el diez por ciento de la votación. Lo malo de estos pronósticos a destiempo, el utilizar una lente que simplemente no sirve para mirar tan lejos, es que van generando expectativas sociales. No digo que López Obrador no pudiera conquistar la Presidencia. Lo que sí afirmo es que resultaría verdaderamente atípico que lograra situarse 20 puntos porcentuales por arriba de su partido. Cárdenas lo logró en 88, pero en condiciones de división de la primera fuerza política. No es el caso.
Lo que si resulta claro es que este juego de cifras a destiempo, esta consagración de un presidente virtual, ha propiciado que tratemos con un actor político totalmente desbordado, que actúa como si ya tuviera los votos en la bolsa. Pero ese es, después de todo, un problema menor. El mayor puede surgir si en los meses de campaña, cuando las encuestas preelectorales verdaderamente cobren vigencia, un candidato del PRI o del PAN rebase a López Obrador. Es muy factible que ocurra. ¿Qué explicaciones se le van a dar al gran público? ¿Cómo rebatir que la contienda no fue justa y equitativa o que era cierto el complot de PRIAN en contra del López Obrador? ¿Cómo explicar que la consagración previa, dos años de preeminencia de López Obrador, se desmoronan en semanas? Allí México va a pagar el costo de andar ungiendo presidentes virtuales.