El retiro de Irak de las tropas españolas en el “tiempo mínimo” y con la “seguridad máxima” como lo dio a conocer el ministro de Defensa de ese país, José Bono, es una de las decisiones más importantes que adoptó en su primera reunión el Consejo de Ministros del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, pues por una parte reduce los riesgos de un nuevo ataque terrorista, al tiempo que salvaguarda la vida de sus soldados y por otra cumple puntualmente con una promesa que formuló en campaña.
No obstante las razones fundadas que el Gobierno español tiene para ello, la determinación no fue del agrado de la Casa Blanca, pues el presidente George W. Bush, en una breve conversación telefónica le manifestó a Rodríguez que lamentaba la abrupta retirada de los trescientos mil efectivos españoles emplazados en Irak y añadió que esa decisión será considerada como un “falso consuelo a los terroristas y enemigos de la libertad”.
En ese sentido, el Gobierno de Bush puede considerar lo que quiera, pero lo cierto es que España ya pagó un alto precio por la absurda decisión adoptada en su momento por José María Aznar de apoyar a los Estados Unidos en esa guerra a la que nadie lo llamó, con el añadido de que al otorgar ese apoyo le dio la espalda a la Comunidad Europea de la que ese país forma parte, puesto que lo hizo sin consenso con las demás naciones que la integran.
Es obvio que España tiene qué pensar primero en su propia seguridad y después en naciones como los EU que se encuentran tan distantes de los intereses que la vinculan con los países de la región europea; de manera que si Bush desea seguir adelante con su “misión salvadora” en Irak tendrá que hacerlo reforzando sus propios ejércitos. Y si se medita detenidamente, naciones como Nicaragua y El Salvador deberían seguir en ejemplo de España, pues nada tienen qué hacer arriesgando a sus hombres sólo para satisfacer el apetito imperialista del Gobierno norteamericano.
