E ldato más preocupante en la percepción social de la democracia en América Latina es que casi 55 por ciento de los ciudadanos preferiría gobiernos “menos” democráticos que “resuelvan los problemas económicos” a gobiernos “más democráticos” pero incapaces de hacerlo. A este hecho estadístico establecido por el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, Buenos Aires, 2004, se vincula otro, no menos preocupante, la disposición de ciertos partidos u opciones de liderazgo político para apelar a esa urgencia de la necesidad en la búsqueda de establecer gobiernos autoritarios, ofreciendo “soluciones” a los sectores menos favorecidos de la sociedad a cambio de apoyo político para embarcarse en la aventura de construir monopolios de poder político.
¿Es posible salir de este dilema entre democracias ineficientes y populismos ilusorios? El informe del PNUD da un atisbo de respuesta. Recurriendo a los conceptos expresados por el sociólogo inglés Thomas Humpfrey Marshall en una célebre conferencia impartida en 1946 en la Escuela Londinense de Economía y Ciencia Política, la democracia debe estar formada en su base no sólo por votantes sino por ciudadanos; lo que implica que los hombres y las mujeres que son titulares de la soberanía sean algo más que emisores de votos para encumbrar en el poder a los gobernantes que compiten por esos votos, y que dicho voto surja de una decisión en que los ciudadanos evalúen la condición que guardan sus derechos políticos, civiles y sociales.
El derecho político fundamental del voto evolucionó en los países del Atlántico Norte asociándose progresivamente a derechos civiles, entre los cuales están “los derechos necesarios para la libertad individual y personal, libertad de palabra, pensamiento y fe, el derecho de poseer propiedad y a terminar contratos válidos, y el derecho a la justicia”, y los derechos sociales, entre los que se cuentan: “Desde el derecho al bienestar y seguridad económica básica hasta el derecho a participar plenamente del patrimonio social y vivir la vida de un ser civilizado de acuerdo con el estándar prevaleciente en la sociedad”.
Debe tenerse presente que la conquista de una ciudadanía como la que describe Marshall fue producto de una evolución política muy compleja y conflictiva. Para ofrecer solamente un resumen básico, en los casi cien años que van de 1848 a 1945 se libró una guerra civil en Estados Unidos, una serie de luchas sociales de escala continental en Europa varias revoluciones sociales y dos guerras mundiales que concluyeron con la mayor inversión masiva hasta entonces conocida para reconstruir Europa (el Plan Marshall), ideada por otro Marshall, (George C.), a la sazón secretario de Estado de Estados Unidos.
Millones de personas perdieron la vida directa o indirectamente a causa de los conflictos suscitados para construir la democracia política y vincularla a la democracia social. Una de las claves para comprender la evolución política del mundo contemporáneo es que el Estado liberal fue abierto a un número cada vez mayor de ciudadanos con crecientes calificaciones desde el punto de vista social y cultural. Lo que inicialmente fue un sistema limitado a la construcción de gobiernos restringidos, que garantizaran las libertades básicas de quienes entonces, en los siglos XVIII y XIX, eran ciudadanos, y que se identificaban casi por completo con la minoría formada por las clases privilegiadas, cedió a presiones igualitarias que abrieron paso a una sociedad más compleja, más justa y más educada. Esta no fue una evolución fortuita, sino necesaria. Para ponerlo en los términos de Norberto Bobbio, uno de los más ilustres pensadores políticos de Italia en el siglo XX: “La prueba histórica de esta interdependencia está en el hecho de que el Estado liberal y el Estado democrático cuando caen, caen juntos” (El futuro de la democracia, citado en el informe del PNUD).
La dislocación endémica de la democracia en América Latina se puede explicar por el divorcio constante entre liberalismo y derechos civiles y sociales. Esto ocurre principalmente en los países con mayor desigualdad, que son casi todos. De un lado, los grupos económicamente encumbrados tienen un dominio exacerbado sobre los gobernantes que reduce la autonomía estatal. Por el otro, los grupos desfavorecidos son frecuentemente marginados en la formación de políticas públicas en las que terminan por no verse reflejados. Así, en la mayor parte de América Latina, liberalismo y democracia no se encuentran sino que se dan de topes: al aparecer el conflicto distributivo, los grupos socialmente dominantes recurren a las opciones políticas o militares más endurecidas y los grupos socialmente dominados generan dirigencias que, en aras de la ”democracia” social, echan por la ventana las formas liberales.
Puede decirse que el infortunio de la democracia en América Latina se debe a este divorcio, casi permanente, entre el Estado político liberal y los derechos civiles y sociales de los grupos más amplios de la sociedad. Como “salida” a esta contradicción América Latina ha inventado y reinventado formas de populismo que, aunque responden a condiciones diversas por la estructura interna de cada sociedad, tienen por común denominador la limitación o supresión de los derechos políticos, justificándola en aras de ampliar los derechos sociales bajo la presencia de liderazgos carismáticos y autoritarios que, una vez deteriorados por la ausencia de contrapesos caen junto con todo lo demás, como lo apunta Bobbio.
¿Hay salidas? La extensión de la democracia en la mayoría de países latinoamericanos es un escenario idóneo. El corazón de toda salida posible reside en disminuir la brecha de la desigualdad pero, a la vez, de hacerlo sin supresión de las libertades, sin revivir populismos de persona o de partido que convierten a los ciudadanos no sólo en meros votantes, sino en carne de cañón para conseguir hegemonías políticas.
Sin embargo, el optimismo difícilmente puede ser justificado. Las políticas públicas destinadas a mejorar la condición de los ciudadanos realmente existentes, desde las de salud hasta las de educación, ciencia y tecnología reflejan avances poco alentadores. Los desequilibrios fiscales, el liberalismo sin adjetivos que proyecta el Gobierno estadounidense y, sobre todo, la incapacidad de las élites políticas para fijar una agenda seria muestran una realidad en la que predomina la ausencia de orientación adecuada para construir instituciones que puedan a la vez albergar y fomentar la creación de ciudadanos de primera. Sin esas instituciones dedicadas a ofrecer mecanismos eficaces para hacer valer todos los derechos civiles y sociales, más allá de la verborrea de los gobernantes, y en marcos de libertad, no será posible ver una democracia con futuro.