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Puerto Escondido/Sobreavioso

René Delgado

Puerto Escondido, es la madrugada del 29 de diciembre. Un joven camina por la calle que corre en paralelo a la playa de Zicatela. Va del bar La Piedra de la Iguana a su hotel, viene de echarse un vodka con sus amigos. Avanza distraído, sin percatarse de la amenaza que lo acecha unos pasos adelante. En un tramo sin luz de la calle, dos policías municipales de Santa María Colotepec lo esperan. “Joven, vamos a hacerle una revisión”, lo llaman. El muchacho ni chista, entiende que ni por asomo vale pedir una explicación.

Acepta resignado el arbitrario cateo, pero la cosa no es tan sencilla. Los policías empiezan a empujarlo hacia la playa, donde la oscuridad ya es boca de lobo. Ahí empieza la pesadilla. El joven les dice a los uniformados que lo cateen, ahí, en la banqueta, pero aquellos no dejan de empujarlo rumbo a la playa. Aquel no quiere ir a donde la oscuridad es más profunda y, en un descuido, los policías le esposan una de las muñecas y, ya aprisionado, del otro anillo lo tiran hacia la playa. Proceden, entonces, a retirarle sus pertenencias: el celular y la cartera.

Algo de suerte asiste al muchacho. De la oscuridad de la playa surge un amigo que lo reconoce y, al verlo esposado y tironeado, pregunta a los oficiales qué ocurre, por qué lo tienen esposado, por qué lo tironean y, por respuesta, recibe un jalón. Ofrece resistencia pero la pareja de policías lo somete y termina por colocarle el otro anillo de las esposas. El problema crece, la nueva víctima se mantiene firme, reclama derechos, no se doblega y las cosas empeoran. Les rocían la cara con gas y acompañan esa dosis con una lluvia de patadas y rodillazos. Los muchachos terminan por caer hincados en la arena. El primer joven le recomienda a su amigo ya no decir nada, hay que evitar al menos que los cosan a golpes, no vayan a romperles las costillas.

Sólo así cesan las patadas. Reciben la instrucción de permanecer en cuclillas, mientras uno de los policías pide refuerzos vía radiofónica. En cuestión de minutos, arriba una camioneta de la policía de Santa María Colotepec, con cinco uniformados más, estos sí provistos de armas de fuego y fusiles. No hay nada que hacer. El escuadrón policíaco discute y toma decisiones. Los levantan, los jalan, los tironean, los avientan al piso de la pick-up y se los llevan. Se los llevan, quién sabe adónde. El vehículo oficial coge camino rumbo a la sierra, se adentran en la montaña, lejos de la playa. Los muchachos viajan acostados boca arriba y sólo ven pasar árboles, una que otra estrella y la angustia crece en ellos. Sólo sus secuestradores con uniforme saben el nombre del juego, para ellos la noche es de miedo.

Mil ideas, todas aterradoras, atraviesan su imaginación. Transcurren 40 minutos, quizá una hora, que en la cabeza de los jóvenes es algo más que la eternidad. La pick-up avanza hasta que finalmente entra a un pueblo y se para frente a una casona. Los policías los bajan del vehículo, les quitan los tenis y, descalzos, los avientan a una mazmorra con una letrina que huele a rayos. Los muchachos no tienen ni idea de dónde están, aunque uno de los policías se acomide a decirles que es la cárcel de Colotepec.

Preguntan ingenuamente de qué se les acusa y les dice que de falta de respeto. Piden permiso para hacer una llamada telefónica, piden agua y pueden pedir lo que quieran. No hay derechos. Eso es todo.

*** Dentro de la mazmorra, se encuentran a un extranjero, dueño de un bar en Puerto Escondido. Él también está preso. ¿La causa? Presumiblemente, se negó a mostrar la licencia de su negocio argumentando que la había tramitado ante las autoridades del municipio de San Pedro Mixtepec, el otro ayuntamiento que divide a Puerto Escondido, y que no tenía por qué responder a ellos. Lo detienen, se lo llevan y, ahora, está ahí como anfitrión de los nuevos presos.

Avanza la madrugada y, de algún modo, los jóvenes comienzan a familiarizarse con la cárcel. Aparte de ellos y el empresario extranjero, enfrente, en otra celda, hay cuatro jóvenes. Están ahí, eso dicen, acusados de tocar tambores en la playa en torno a una fogata. Ese es el tamaño de su falta, delito o lo que sea. Transcurre la noche. Amanece. Hacia las nueve de la mañana, el extranjero -al parecer, alemán- corre con suerte. Un empleado del bar se apersona en lo que resultan ser las oficinas del ayuntamiento de Colotepec, llevando agua y cigarros a su jefe que minutos después, quién sabe cómo, es liberado. Transcurre la mañana y, ahí, siguen los jóvenes dentro de la mazmorra habilitada como cárcel.

Hacia la una de la tarde, llega una persona a la que el nuevo turno de policías se refiere como síndico y éste pide que le presenten a la pareja de jóvenes detenidos en Zicatela. Ese hombre les informa a los muchachos que están detenidos por faltas de respeto a la autoridad. Punto. El hombre que, efectivamente, resulta ser el síndico procurador Hilario Ruiz Ortiz les ofrece también una explicación bien sencilla: la forma de salir de ahí. Hay de tres. Uno, pagan 300 pesos como sanción por la supuesta falta administrativa en que incurrieron; dos, permanecen encerrados 36 horas, o, tres, realizan trabajos forzados. Así, les dice. Los jóvenes nomás no creen cuanto escuchan. Entre incrédulos o ingenuos optan por los trabajos forzados. Adelante, asienta el síndico procurador. Llama a los uniformados y les ordena llevar a la pareja de muchachos y, de una vez, a los otros cuatro para que se pongan a trabajar. El sol cae a plomo y a quienes traían tenis o calzado se los regresan para que se pongan a trabajar y a quienes pescaron descalzos igual los ponen a chambear.

Les reparten unas carretillas. El trabajo es bien sencillo: llevar hasta la iglesia en construcción cien bultos de cemento. Eso es todo. Obviamente, nadie puede con los bultos y el sentido de realidad se impone a los muchachos. Uno de ellos pide a los policías que los regresen con el síndico. Le explican al funcionario que nomás no pueden y que dos de ellos están descalzados. El síndico les indica que bien pueden esperar a que el sol baje y, luego, cargar los bultos, o bien, ahí están las otras dos opciones: las 36 horas de arresto o los 300 pesos por cabeza. Pero hay un detalle. Ni la suma total del dinero de los seis muchachos alcanza para liberar a uno sólo de ellos y, como tampoco les dejan hacer llamadas, el asunto no es fácil de resolver. Al joven detenido en Zicatela se le ocurre una idea. Le propone al síndico que los uniformados los lleven a un cajero automático en Puerto Escondido y, ahí, él cubre los mil 800 pesos de la sanción arbitrariamente impuesta a los seis muchachos. El síndico se ríe. Le dice que, en todo caso, nomás lo llevan a él.

Así, deja en libertad a los otros cinco muchachos y al sexto lo trepan de nuevo a la pick-up para llevarlo a sacar el dinero en Puerto Escondido.

Ahí está de nuevo el joven en Puerto Escondido. Pide que, al menos, le dejen hacer una llamada telefónica desde su propio celular y, finalmente, le autorizan hacerlo. Pero ese 29 de diciembre no es su día, nadie contesta a su llamado y cuando, por fin, logra hacer contacto con su novia, los mismos policías le cortan la llamada. Ni que fuera para tanto.

Les dice que ya, que mejor vayan por el dinero y ahí queda todo. Llegan al cajero, el muchacho saca el dinero, lo entrega a los uniformados, le devuelven sus pertenencias y, así, alcanza su libertad aun cuando no acaba de salir del desconcierto.

*** Conocida esta historia, días después, el martes pasado, se llama por teléfono desde la Ciudad de México al doctor Érico Briones, delegado del Gobierno de José Murat ante el municipio de Santa María Colotepec. Se le pregunta si tiene conocimiento de lo ocurrido.

Las referencias que del doctor Briones se obtienen son buenas y no sobra hacer el llamado para oír qué dice. El doctor Briones responde afirmativamente. Sí conoce los hechos y cuenta que, de inmediato, se interesó en el asunto e investigó lo ocurrido. Dice que el muchacho detenido en Zicatela estaba miccionando en la calle, que su amigo le faltó al respeto a la autoridad y que, al parecer, los otros cuatro muchachos tenían relaciones sexuales en la playa. En todo caso, incurrieron en simples faltas administrativas debidamente sancionadas y que, en todo momento, se respetaron las garantías individuales de los muchachos. Luego, se le informa del uso de esposas, gases, patadas, rodillazos, de la incomunicación en que estuvieron, de las opciones que se les ofrecieron para salir libres, del pago del dinero sin que mediara recibo alguno de por medio. Por momentos, el doctor duda de lo que él mismo argumenta y advierte que, en todo caso, la investigación no ha concluido.

De encontrar irregularidades, desde luego, se procedería contra los uniformados. Quiere, eso sí, señalar que no se puede hablar de secuestro, extorsión y mucho menos de violación de garantías porque, aun suponiendo sin conceder que se les quisiera obligar a los muchachos a cargar los bultos de cementos, el trabajo no denigra ni humilla y si se les cobró el dinero fue producto de las faltas en que incurrieron.

Se le pide, entonces, si podría enviar copias del reporte policíaco, de la investigación que realiza y, de ser posible, de los recibos del pago de la sanción. El delegado explica, entonces, que tiene que consultarlo con el cabildo de Colotepec porque, usted comprenderá, él está ahí como delegado ya que, como el municipio se rige por usos y costumbres y los grupos no llegaron a un acuerdo, se disolvió la autoridad y, bueno, él tiene que ver qué se puede hacer. En todo caso, el doctor Briones ofrece enviar papeles o dar una respuesta al día siguiente, el miércoles pasado. La información, las copias, la respuesta todavía no llegan. Con todo, ayer se volvió a hablar con el doctor Briones. Explicó que hubo unas festividades y, como hay que estar en todo, todavía no le ha sido posible enviar algo, pero desde luego no ha quitado el dedo del renglón. Así que, por lo pronto, todo se reduce a una pequeña historia de arbitrariedad e impunidad en Puerto Escondido. Así se cuida y se responde por ese destino turístico.

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