Quizá sea el estado emocional por el que estoy pasando estos días, el que me hace sentir que la capa de mielina que recubre mis nervios ha desaparecido, y ello hace que estén tan sensibles, que son capaces de diferenciar si una ráfaga de viento viene hacia mí con buenas o malas intenciones, el caso es que la muerte de David Siller Luengo me caló hasta los huesos.
Y cómo no iba a calarme si era casi de la edad de mi hijo Fer. Y por aquellos fenómenos físico-químicos por los que el cerebro manda sus señales, al punto de saber la noticia de la muerte de David, mi cerebro por una fracción de segundo me hizo sentir que era mi Fer quien se había accidentado.
Una fracción de segundo que bastó para que mi corazón se oprimiera a tal grado que lamenté profundamente el dolor de sus padres. Y me abstengo de decir esa estupidez que algunos dicen en estos casos tratando de quedar bien: ?sé lo que sientes o comprendo lo que estás pasando?? ¡¡Falso!!... no tengo ni la más remota idea del dolor que pueden estar sintiendo esos afligidos padres, y hasta falta de respeto se me haría decir que ?lo presupongo?, pues debe ser un dolor tan grande, que sólo quien ha perdido a un hijo puede decir: ?sé bien lo que estás pasando?. Lamento profundamente la muerte de David, -a quien no tuve el gusto de conocer- y desde aquí mando a sus padres, hermanos y abuelos mi más sincero pésame y de antemano mis oraciones para que Dios les dé paz... lo antes posible.
Este penoso incidente me hizo recordar algo que le he venido diciendo a Patricia mi esposa desde hace ya muchos años? ¡¡Hay que hacer lo imposible para que nuestros hijos lleguen a viejos!!... y si usted analiza mis palabras se dará cuenta de que no mencioné para ello, ni estudios especiales, ni escuelas de lujo.
Es en estos momentos -como lo comentaba el domingo pasado-, en que la velocidad de mi vida bajó a 30 Km. por hora, cuando realmente piensas con cordura y dices: antes de que mi hijo sea ingeniero, doctor, o barrendero ?a cual más los tres oficios decentes-, debo pensar en la premisa principal de hacer lo imposible para? mantenerlo vivo.
Y se dice fácil, presuponiendo que se habla de algo muy sencillo, pero si usted lee los periódico todos los días, se dará cuenta de lo difícil que es el poder asegurar que ?todos sus hijos? llegarán a viejos o de perdida a casarse y tener su propia familia.
Y para que vea que para mí no es novedad este concepto, hace un par de años cuando mi hijo mayor tenía 17 años y mis dos hijas 15 y 13, se puso de moda el ?rapelear?, deporte que consiste en subirse a la parte más alta de un cerro, y desde ahí amarrar a una piedra sólida una larga soga de 50 ó 100 metros y empezar a descolgarse por la ladera.
Dado que yo también tuve 18 años, y corrí mil y un riesgos, como la vez en que deseaba checar si aquel coche último modelo que acababa de comprar papá en 1970 realmente podía correr los 240 Km. por hora que marcaba el velocímetro. De hecho nunca lo supe? pues el miedo me llegó con las vibraciones cuando iba por los 225 Km. por ello deduzco que la inyección de adrenalina de verse en el vacío deba ser igualmente de estimulante que volar a 225 Km. por hora, al menos para alguien de 18 años que cree estúpidamente que en el otro extremo de la soga y en la parte lateral del volante están acompañados por el mismo Jesucristo. Bien dicen por ahí: Nunca corras tu coche a mayor velocidad de la que pueda volar tu angelito de la guarda... cierto.
El caso es que en aquel momento de la ?rapeleada?, presionado entonces por la premisa de no ser... ¡¡El único papá que....!! ( ya ven que con esa frasecita nos salen siempre nuestras hijas cuando nos piden permisos), el caso es que acepté que mandaran traer de Estados Unidos, una soga especial para ?rapelear?.
Por suerte la cordura entró a mi cerebro aun antes de haber entrado al de mis hijos, y de golpe y porrazo di un... ¡¡No!! rotundo, al arriesgado deporte. ¿Mi único argumento?... fue el mismo título de este artículo:? ?El cielo puede esperar?? por ahora deseo tener a mis hijos vivos y a mi lado.
Mantener una línea prudente no es fácil, y más, cuando apenas llegas a una playa y ya todos quieren lanzarse a bucear sin haberse puesto jamás un visor, o rentar y lanzarse al mar en un deslizador de vela, sin tener la más remota idea de las traicioneras corrientes marinas que año con año cobran en las playas decenas de turistas ahogados. Y qué decir del paracaídas que manejado por cuatro nacos principiantes -émulos de Chanoc- es tan seguro que sólo cobra una víctima cada cinco años, y por lo pronto, te enteras este año que el verano pasado una señorita gringa se mató porque una ráfaga de viento estrelló el paracaídas contra un hotel? ¡¡Sí? ya sé!!... eso sucede cada cinco años, pero con la vida de mis hijos no voy a jugar a las estadísticas.
Y aunque pudiera dar la impresión de padre asustadizo, lo cierto es que mis hijos en la familia tienen fama de ser, de los más liberales en cuanto a tomar sus ?riesgos calculados?. Si acaso la clave aquí, es ?calcularle uno mismo los riesgos? para que luego no les fallen las matemáticas a la hora de la hora.
Un riesgo calculado pudiera ser, cuando me fue imposible resistirme a las súplicas de mis hijas -entonces de ocho y nueve años- a montar al galope los caballos del rancho mientras sus piernitas subían y bajaban en el aire al trote del caballo, ya que siendo tan pequeñas no les llegaban a los estribos.
Aun recuerdo los gritos de alegría y las risas de mi ?Patita? cuando el caballo galopaba por el monte sintiendo en sus adentros equinos que alguna mariposilla del campo se habría posado en su montura y había tomado las riendas. El tiempo pasó y hoy Paty y Lore a sus 18 y 20 años, son unas hábiles amazonas que disfrutan de cabalgar por entre las montañas del rancho.
Como siempre se lo digo: Tratándose de sus hijos, haga usted en su casa lo que mejor le convenga, pero no se olvide de algo: ¡¡El que no oye consejos... no llega a viejo!!
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