Como cada año, el ritual del informe presidencial llena los espacios periodísticos y los medios informativos lo meten con calzador a una opinión pública que cada año, también, muestra mayor desencanto con la política, con los políticos y con sus mensajes.
Sin embargo, este no es un informe igual que otros, no porque vaya a ser un discurso donde dejen de exaltarse los logros y se escondan las fallas como siempre ha sido, sino por el contexto en el que se desarrolla.
En el pasado había un diseño estratégico desde la Presidencia para que todo el Gobierno cerrara la boca, mientras que los operadores del PRI atemperaban cualquier ánimo exaltado en las Cámaras y el secretario de Gobernación en turno se encargaba de hablar con los líderes de la oposición para buscar desactivar cualquier posible conflicto que le pudiera quitar lustre al Presidente.
La maquinaria del régimen se movía para enaltecer la figura presidencial que, con un masivo esfuerzo propagandístico, hacía brillar al Presidente-rey. Ese diseño contribuía, colateralmente, a meter al país a una congeladora donde reducían al máximo cualquier problema y le inyectaban sedantes a cualquier principio de inestabilidad.
En cambio, si uno revisa los días previos al Cuarto Informe presidencial de Vicente Fox, observará que sucede todo lo contrario. Lejos de existir un oasis de tranquilidad hay una pradera en llamas.
El Presidente no se guardó para preparar su informe, sino que tomó la escopeta y disparó para todos lados. De igual forma le respondieron, elevando la crispación política. En vísperas de su mensaje hizo cambios en su gabinete y el secretario de Gobernación ayudó a alterar la estabilidad.
Fox se dedicó a boxear con sus adversarios en otros partidos que contestaron con marchas multitudinarias y frases cortantes. Todavía en la víspera del informe, la ciudad de México volvió a estar dominada por la violencia de sindicalistas y de campesinos que, inclusive, doblegaron a golpes a los policías que trataron de controlarlos. Lo que antes era un rito a la personalidad presidencial hoy se ha convertido en un mero pretexto efemérico para la disputa política.
Se sigue pensando que hay un antes y un después del informe, pero en realidad es sólo un escenario más vistoso para continuar dirimiendo. Este no es un avance democrático, sino la transformación del autoritarismo priista en una anarquía foxista con personajes autoritarios.
Es, por supuesto, el peor de los mundos, donde lo único positivo es que cada vez queda menos tiempo para que nuestros gobernantes en turno dejen de administrar el caos. El Presidente debería ser el eje que imprima orden. Sin embargo, la devaluación que él mismo ha hecho de su investidura y su inclinación a la bravata lo ubican en el antecoro de gobernantes que no tomaron el reto de la alternancia en el poder para conducirla hacia la transición democrática sino que la dinamitaron.
El valor democrático está muy desgastado entre los mexicanos. La última encuesta de la empresa chilena Latinobarómetro es contundente: Sólo el 17 por ciento de los mexicanos está satisfecho con el funcionamiento de su democracia y el 67 por ciento dice que si un autoritarismo les resuelve los problemas económicos, lo apoyarían. Este dato es el que refleja con mayor precisión la debacle de la transición democrática mexicana y enseña que la cultura autoritaria no sólo tiene profundas raíces en este país, sino que están reemergiendo.
El problema, claro, no es de sociedad. A la sociedad se le va educando con eficiencia y actuación. Hay un problema de diseño institucional entre los actores del cambio y los Gobiernos de oposición que arribaron al poder. Cuando un Gobierno surge democráticamente y apuesta al desarrollo económico como pilar de la transición a la democracia, está condenándose al fracaso.
Eso ha hecho el presidente Fox al decir que la democracia elevará el nivel socioeconómico. Por eso, cuando el dinero empieza a escasear en los bolsillos, la reacción lineal es contundente: Si la democracia no resolvió mi problema económico, ¿para qué sirve la democracia?
La encuesta de Latinobarómetro prueba que México no es una anomalía en el mundo y que esa díada tiene repercusiones negativas cuando se le vincula, como hizo Fox. Esta insatisfacción se le carga a los políticos y se traduce en el rechazo a la democracia, como ha sucedido aquí ejemplificada en su persona.
La última encuesta que evalúa a Fox, realizada por la empresa Parametría, comprueba que el Presidente no llega a su informe en el mejor momento, al tener un 50 por ciento de aprobación, que es el porcentaje promedio más bajo de toda su administración.
Esa caída arrastra a la democracia, lo que es absolutamente injusto. La lucha de millones por el cambio democrático va en picada porque los pocos a quienes se les entregó el mandato para conducirlo, lo han tirado a la basura. ¿Qué hay de nuevo? Nada. Fox engañó a muchos con su verdad y esos muchos están ahora tan sorprendidos como amargados y arrepentidos.
El problema es si el desencanto se expresará en una refundación del PRI, como se ha venido dando con los últimos triunfos electorales que ha tenido ese partido a lo largo del año.
Peor aún, si esta refundación se da en las condiciones actuales -seis años fuera del poder no cambian la cultura autoritaria de un partido-, es inevitable que el camino a la democracia se frenará más y veremos un fenómeno similar a varios países de Europa del Este donde el totalitarismo se desvaneció en una democracia que desencantó al grado que, en las siguientes elecciones libres, regresaron al viejo sistema del pasado.
Este es un giro de péndulo que se da cuando los actores políticos no entienden que la fortaleza de la democracia es su debilidad, porque obliga a todos los actores políticos a que contribuyan con su fortalecimiento. No ha sido el caso en México. Pero qué nos sorprende. Somos individualistas, egoístas e históricamente autócratas. La debilidad de la democracia ha servido no para fortalecerla, sino para sacrificarla. No hemos crecido, ni hemos querido hacerlo. Entonces, no nos quejemos ahora.
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