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¿Qué tan corriente es el gasto corriente?

Jorge A. Chávez Presa

Todo lo que usted quiere saber sobre el gasto corriente y no se atrevió a preguntar sería el título ideal de una guía que analizara uno de los rubros de las erogaciones públicas que más ha crecido en los últimos años, pero que lo ha hecho de manera explosiva durante esta administración. Aunque el tema alcanza para un libro, abordaré sólo algunos aspectos para ponerlo en perspectiva y así esté, usted lector, en la posibilidad de sacar sus propias conclusiones.

Para empezar, tanto las palabras gasto como corriente tienen una connotación peyorativa. El gasto está asociado con el desperdicio, el deterioro derivado del uso y el debilitamiento físico. Por su parte, corriente trae consigo lo ordinario, lo común hasta lo vulgar. Por lo que no debe extrañarnos que el gasto en general, público o privado, tiene una percepción negativa y más si es de naturaleza corriente. De ahí que sería más apropiado referirse a estas erogaciones como consumo, para diferenciarlo de la inversión, en particular de aquella que se realiza como resultado de abstenerse de consumir.

En términos de su clasificación el gasto corriente incluye el pago de sueldos y salarios de todos los servidores públicos, tanto sindicalizados como personal de confianza, ya sean mandos medios y superiores; la adquisición de materiales y suministros, como papelería, alimentos, vacunas, materiales de curación; servicios generales que abarca el pago de seguros, servicios de telefonía, electricidad, agua y las pensiones a jubilados. Esto es sólo una muestra de lo que detalla el Clasificador por Objeto del Gasto que presenta el catálogo de los insumos que adquiere el sector público federal.

Lo importante de estos rubros de gasto corriente no sólo es la cantidad por su impacto macroeconómico, sino el destino de estas erogaciones y su uso eficaz y eficiente, es decir, de cómo se transforman recursos públicos para proveer bienes públicos así como la prestación de servicios útiles para elevar los niveles de vida de la población y de lograr equidad en el acceso a éstos.

Sí nos debe preocupar su monto, especialmente si los comparamos contra la recaudación de impuestos, ya que cerca de 95 por ciento de los impuestos que pagamos todos los mexicanos se destinan a financiarlo. Una luz amarilla de advertencia y una luz roja de peligro se encienden cuando el gasto corriente empieza a financiarse con la venta de activos, con los ingresos provenientes de la privatización de empresas, o con la renta económica del petróleo, esto es de los ingresos obtenidos una vez que se descuentan los costos de operación y depreciación en la extracción de hidrocarburos.

Por ponerlo en términos coloquiales, hay una gran semejanza del gasto corriente con el colesterol: existe del bueno y del malo. Del gasto corriente que se pega en las arterias del quehacer público obstruyéndolas y reduciendo la eficiencia y eficacia de las responsabilidades del Estado por menor infraestructura disponible, del gasto corriente que salva vidas y permite que la República marche por buen camino. En este caso sobresalen las vacunas que previenen enfermedades; el sueldo que se paga a las fuerzas armadas que acuden a asistir a la población por causas de un desastre natural, de las remuneraciones a los maestros dedicados y preocupados por mejorar la educación de los mexicanos; de los legisladores que representan de manera auténtica el interés público y contribuyen a la existencia de contrapesos para la conducción adecuada del Estado; del servicio exterior que defiende y promueve los intereses nacionales; del pago a los medios de comunicación escritos y electrónicos para informar a la población sobre los servicios públicos, en particular para acceder a ellos. Y no podemos dejar fuera la capacitación del personal para elevar la calidad y calidez de los bienes y servicios públicos.

Por el lado del gasto corriente pernicioso está: la creación de puestos superfluos; la adquisición de colchones, toallas en exceso tanto en número como precio; el uso de celulares, teléfonos y papelería para beneficio personal, así como la falta de austeridad y frugalidad en viáticos y gastos de representación. La percepción pública de todas estas erogaciones es de desperdicio y de abuso del puesto.

La mala noticia de la tendencia creciente del gasto corriente se acompaña de la disminución en la inversión pública, la cual afecta el desarrollo económico, pues abre aún más la brecha entre aquellas localidades que sí disponen de infraestructura de las que la carecen. La poca inversión en infraestructura física afecta la productividad de las actividades económicas, deteriorándose así la competitividad de la economía nacional en el exterior.

No todo aquello que se clasifica como inversión tiene rentabilidad social, pues los proyectos mal evaluados conducen a elefantes blancos, como carreteras con muy bajo aforo vehicular u hospitales y escuelas con exceso de capacidad. Por lo anterior, no todo el gasto corriente es corriente, sino que la inversión también lo puede ser. Por ello, más que la clasificación del gasto concentrémonos en su rentabilidad social vista en términos de la efectividad de la seguridad pública, la impartición y procuración de justicia y del desarrollo social. Esto sería un cambio estructural.

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